William B. Yeats nació con un pie en el barro del mundo y el otro en el mármol del mito.
Irlandés hasta los huesos, soñador hasta el delirio, pasó la vida escuchando voces que no figuraban en los censos: hadas, héroes, muertos ilustres, símbolos con hambre de eternidad. Mientras otros contaban monedas, Yeats contaba visiones.
Fue joven y místico, y eso ya es una contradicción peligrosa. Se enamoró de Maud Gonne —musa
de fuego, revolución con rostro humano— y ese amor no correspondido le
dio más poemas que felicidad. Pero así funciona la alquimia: el corazón
roto se vuelve oro en el verso. Yeats aprendió temprano que el deseo es
un dios exigente y que la belleza cobra intereses.
Fundó teatros, revivió leyendas celtas, agitó el espíritu nacional de Irlanda como quien sacude una campana antigua para que vuelva a sonar. Creyó en el ocultismo con la misma seriedad con la que otros creen en la bolsa: estudió símbolos, espirales, ciclos del tiempo. Para él, la historia no avanzaba en línea recta; bailaba en círculos, como un halcón que se aleja del halconero hasta que el mundo pierde su centro.
Con los años, su poesía mudó de piel. El joven etéreo se volvió un viejo feroz. Menos niebla, más filo. Menos hadas, más hueso. Escribió sobre la vejez sin pedir disculpas, sobre la carne cansada y el espíritu que se niega a jubilarse. “Un viejo es una cosa ridícula”, dijo, y aun así convirtió esa ridiculez en grandeza.
Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1923, pero no se dejó domesticar por la gloria. Fue senador, sí, pero nunca dejó de ser poeta: ese animal indomable que no obedece constituciones. Murió sabiendo algo esencial: que el arte no consuela, despierta; no explica, invoca.
Yeats no escribió para tranquilizar al mundo. Escribió para recordarle que está vivo, que el caos tiene música y que, aunque todo se derrumbe, siempre habrá un verso ardiendo en la noche, diciendo: permanece.
Fundó teatros, revivió leyendas celtas, agitó el espíritu nacional de Irlanda como quien sacude una campana antigua para que vuelva a sonar. Creyó en el ocultismo con la misma seriedad con la que otros creen en la bolsa: estudió símbolos, espirales, ciclos del tiempo. Para él, la historia no avanzaba en línea recta; bailaba en círculos, como un halcón que se aleja del halconero hasta que el mundo pierde su centro.
Con los años, su poesía mudó de piel. El joven etéreo se volvió un viejo feroz. Menos niebla, más filo. Menos hadas, más hueso. Escribió sobre la vejez sin pedir disculpas, sobre la carne cansada y el espíritu que se niega a jubilarse. “Un viejo es una cosa ridícula”, dijo, y aun así convirtió esa ridiculez en grandeza.
Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1923, pero no se dejó domesticar por la gloria. Fue senador, sí, pero nunca dejó de ser poeta: ese animal indomable que no obedece constituciones. Murió sabiendo algo esencial: que el arte no consuela, despierta; no explica, invoca.
Yeats no escribió para tranquilizar al mundo. Escribió para recordarle que está vivo, que el caos tiene música y que, aunque todo se derrumbe, siempre habrá un verso ardiendo en la noche, diciendo: permanece.

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