La ligereza que pesa: el eterno vaivén entre libertad y ancla
La vida, esa criatura caprichosa que a veces nos acaricia y a veces nos muerde, suele presentarse bajo dos disfraces: la ligereza que promete alas y la pesadez que promete raíces. Kundera, con su ironía suave y su bisturí filosófico, nos recuerda que ambos disfraces afectan por igual: uno nos hace volar sin saber dónde aterrizar; el otro nos deja con los pies tan clavados que hasta respirar pesa. Y, sin embargo, entre esos dos extremos bailamos todos, como si fuéramos equilibristas en un circo sin red.
En La insoportable levedad del ser, la ligereza aparece como la gran promesa moderna: vive libre, sin compromisos, sin pasado, sin carga, sin historia… qué tentación tan peligrosa. Tomás es la encarnación perfecta de esa idea: un hombre sin mochila afectiva, un nómada emocional que salta de cama en cama como quien cambia de camisa en un verano húmedo. Parece libre, parece ligero, parece feliz… pero solo parece. Porque la ligereza absoluta, cuando se la lleva hasta el extremo, empieza a pesar. Y pesa justo ahí donde duele: en la conciencia.
La paradoja es deliciosa: cuando nada nos obliga, cuando todas las puertas están abiertas, cuando no hay consecuencias, la vida empieza a sentirse hueca. No es libertad lo que sentimos, sino un vértigo. Una especie de “¿y ahora qué?” que se pega al alma como humedad en esquina vieja. Kundera nos dice —sin decirlo— que vivir sin peso es como bailar sin gravedad: lindo un ratito, insoportable después.
Por otro lado, está Tereza, la abanderada de la pesadez. Ella quiere ancla, historia, compromiso, esa sensación de que la vida tiene dirección y no solo movimiento. Quiere que el amor sea algo más que un roce de cuerpos; quiere que duela si hace falta. Pero esa pesadez también cobra factura: se convierte en carga, en celos, en miedo, en cadenas blandas pero cadenas al fin.
Entre ambos —Tomás ligero, Tereza pesada— se despliega el dilema humano:
¿la vida se vive mejor volando o caminando?
¿Amar debe ser entrega o distancia?
¿La libertad es ausencia de peso o capacidad de cargarlo sin romperse?
Kundera parece guiñar el ojo mientras escribe: no hay receta universal, cada quien carga su propia contradicción. La ligereza pesa porque no ofrece sentido. La pesadez pesa porque duele. Y ahí vamos nosotros, navegando entre el aire y la roca, intentando no extraviarnos.
Al final, la pregunta no es si queremos ligereza o pesadez, sino qué tipo de peso estamos dispuestos a cargar para sentir que existimos. La vida, igual que el amor, no se mide por la falta de carga, sino por el tipo de huella que dejamos cuando decidimos caminar con ella.
Porque ser leve puede ser insoportable, pero ser pesado también. Y en esa incomodidad compartida —poética, absurda, hermosa— seguimos respirando, decidiendo, y, con suerte, entendiendo un poco más quién demonios somos.
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