jueves, 25 de diciembre de 2025

 ¿Sueñan los lectores con ensayos eléctricos?

Un descenso controlado al universo de Philip K. Dick

Hay escritores que crean mundos. Y hay otros —pocos, peligrosos— que los derriban para ver qué hay debajo. Philip K. Dick fue de esos últimos. No inventó futuros: los recordó antes de que ocurrieran. Mientras sus contemporáneos soñaban con cohetes plateados y robots obedientes, él se preguntaba si la conciencia humana sobreviviría a tanto plástico, tanta mentira, tanto simulacro.

En Dick, la paranoia no es enfermedad: es instinto de supervivencia. Sus personajes dudan de todo: de la memoria, de su identidad, de la materia misma que los rodea. Y con razón. Porque en su universo —que también es el nuestro— la realidad se comporta como un programa defectuoso, un videojuego sin parche final.
Cada objeto vibra, cada sombra parpadea, cada verdad se actualiza con errores de sistema.

“La realidad es aquello que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece”, escribió.
Pero ¿qué pasa si lo que no desaparece tampoco es real, sino una proyección más persistente del engaño?

El mundo de Dick es un espejo empañado por la respiración de los dioses del consumo. Corporaciones, gobiernos, inteligencias artificiales: todos vendiendo versiones mejoradas del mismo sueño barato. En Ubik, la muerte y la publicidad se mezclan como dos lenguajes que ya no pueden distinguirse. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, los humanos buscan ser reales con la misma desesperación con que los androides buscan tener alma. Nadie gana. Nadie despierta.

Dick entendió —antes que Baudrillard, antes que Silicon Valley— que el futuro sería un mercado de percepciones. Que la verdad no sería abolida, sino subcontratada. Que el individuo viviría rodeado de pantallas, datos, voces sintéticas y realidades tan personalizadas que ya no haría falta mentirle: bastaría con darle su propia versión de la mentira.

Por eso su escritura es nerviosa, profética, casi febril. No se lee: se sintoniza, como una frecuencia pirata que interrumpe la transmisión oficial del mundo.
Y al final, uno se queda con la sospecha más terrible: que no fue Dick quien escribió sobre nosotros, sino nosotros quienes nos convertimos en sus personajes.

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