jueves, 25 de diciembre de 2025

 Loris Malaguzzi fue un pedagogo italiano que miró a la infancia y no vio “futuros adultos”, sino mentes completas en presente, con hambre de mundo y derecho a preguntar por qué el cielo no se cae.

Nacido en 1920, Malaguzzi encendió la mecha del enfoque Reggio Emilia, una revolución educativa nacida entre ruinas de posguerra y levantada con ladrillos de curiosidad. 

Su idea era simple y radical (las mejores lo son): 
los niños aprenden mejor cuando son escuchados.
No domesticados. 
No alineados. 
Escuchados.

Creía que el niño tiene cien lenguajes
—palabras, dibujos, juego, silencio, movimiento— y que la escuela tradicional se empeña en robarle noventa y nueve. 
Spoiler: Malaguzzi no estaba de acuerdo. 
Para él, el aula era un laboratorio poético, el docente un co-investigador, y el error, un maestro con paciencia.

Su legado no es un método enlatado, sino una ética: confiar en la inteligencia infantil, diseñar espacios que inviten a pensar y entender la educación como un acto político suave pero obstinado. 

En pocas palabras: menos obediencia, más asombro.

Malaguzzi nos susurra desde el pizarrón: si no dejamos hablar a la infancia, el mundo aprende a tartamudear. Y vaya que hoy lo notamos. 

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