Loris Malaguzzi fue un pedagogo italiano que miró a la infancia y no vio “futuros adultos”, sino mentes completas en presente, con hambre de mundo y derecho a preguntar por qué el cielo no se cae.
Nacido en
1920, Malaguzzi encendió la mecha del enfoque Reggio Emilia, una
revolución educativa nacida entre ruinas de posguerra y levantada con
ladrillos de curiosidad.
Su idea era simple y radical (las mejores lo
son):
los niños aprenden mejor cuando son escuchados.
No domesticados.
No alineados.
Escuchados.
Creía que el niño tiene cien lenguajes —palabras, dibujos, juego, silencio, movimiento— y que la escuela tradicional se empeña en robarle noventa y nueve.
Creía que el niño tiene cien lenguajes —palabras, dibujos, juego, silencio, movimiento— y que la escuela tradicional se empeña en robarle noventa y nueve.
Spoiler: Malaguzzi no
estaba de acuerdo.
Para él, el aula era un laboratorio poético, el
docente un co-investigador, y el error, un maestro con paciencia.
Su legado no es un método enlatado, sino una ética: confiar en la inteligencia infantil, diseñar espacios que inviten a pensar y entender la educación como un acto político suave pero obstinado.
Su legado no es un método enlatado, sino una ética: confiar en la inteligencia infantil, diseñar espacios que inviten a pensar y entender la educación como un acto político suave pero obstinado.
En pocas
palabras: menos obediencia, más asombro.
Malaguzzi nos susurra desde el pizarrón: si no dejamos hablar a la infancia, el mundo aprende a tartamudear. Y vaya que hoy lo notamos.
Malaguzzi nos susurra desde el pizarrón: si no dejamos hablar a la infancia, el mundo aprende a tartamudear. Y vaya que hoy lo notamos.
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