Blaise Pascal intuyó algo incómodo y profundamente humano: rara vez creemos porque algo sea verdadero; más bien, declaramos verdadero aquello que nos resulta soportable, atractivo o útil para seguir viviendo sin que el mundo se nos venga abajo. La razón llega tarde. Primero desea, luego justifica.
El ser humano no es una máquina de cálculo que evalúa pruebas con frialdad; es una criatura herida, temerosa, anhelante. Antes de preguntarse “¿esto es cierto?”, se pregunta —aunque no lo confiese— “¿puedo vivir con esta idea?”. Las creencias funcionan como prótesis existenciales: sostienen donde duele, ordenan donde hay caos, dan sentido donde hay vacío. Por eso no se eligen como teoremas, sino como refugios.
Pascal lo sabía bien. Él, matemático brillante, comprendió que la razón tiene límites y que más allá de ellos manda otra lógica: la del corazón. No el corazón sentimental, sino el núcleo oscuro donde se mezclan miedo, deseo, orgullo y esperanza. “El corazón tiene razones que la razón no conoce”, escribió, y con ello no exaltó la irracionalidad, sino que denunció la ingenuidad de creer que somos gobernados por la evidencia.
Las pruebas incomodan. Obligan a revisar la imagen que tenemos de nosotros mismos y del mundo. En cambio, lo atractivo seduce: nos confirma, nos acaricia, nos absuelve. Una creencia atractiva no exige demasiado; promete pertenencia, identidad, alivio. Por eso las ideologías más pobres intelectualmente suelen ser las más eficaces emocionalmente. No convencen: consuelan. No explican: tranquilizan.
Creer, muchas veces, es un acto de autopreservación. Cambiar de creencia no es solo cambiar de idea; es cambiar de tribu, de lenguaje, de relato personal. Implica aceptar que quizá estuvimos equivocados, que quizá nuestra indignación era selectiva, que quizá nuestro bando no era el justo. Y eso duele más que cualquier refutación lógica.
Aquí aparece la tragedia pascaliana: somos seres que buscan la verdad, pero también seres que huyen de ella cuando amenaza nuestro equilibrio. Queremos claridad, pero no a cualquier precio. Queremos lucidez, siempre que no nos deje solos.
La pregunta filosófica, entonces, no es solo por qué creemos sin pruebas, sino qué necesidad está siendo alimentada por esa creencia. ¿Qué miedo calma? ¿Qué identidad refuerza? ¿Qué culpa disuelve? Toda creencia es también una confesión encubierta.
Pensar de verdad —pensar con honestidad brutal— exige valentía. Significa estar dispuesto a perder certezas sin garantía de ganar consuelo. Pascal no ofrecía una salida fácil; ofrecía una advertencia: si no reconocemos el papel del deseo en nuestras creencias, nos convertimos en fanáticos que se creen racionales.
Tal vez el primer acto de lucidez no sea encontrar la verdad, sino admitir esto: muchas de nuestras convicciones no nacieron del amor a la evidencia, sino del miedo al vacío. Y aun así, reconocerlo ya es un paso hacia una forma más humilde, más trágica y más humana de pensar.

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