DOSTOYEVSKI: EL HOMBRE QUE ESCRIBÍA COMO SI LE ARDIERA EL ALMA
Hay escritores que retratan la vida. Y hay otros, muy pocos, que la desentrañan. Dostoyevski no miraba el mundo: lo perforaba. Escribía como quien mete las manos en un incendio y, aun quemándose, se empeña en sacar algo vivo de entre las brasas. Por eso sus novelas no se leen: se sobreviven.
Hay un temblor en cada página, una especie de urgencia de alguien que sabe que estuvo a segundos de morir fusilado y que todo lo que venga después es un regalo amargo, un préstamo que la vida cobra caro. Dostoyevski escribió como quien vuelve del borde y ya no se puede permitir mentirse. Por eso cada personaje suyo parece más real que una persona viva: porque están escritos con la desesperación de alguien que ya vio el abismo abierto.
Sus hombres y mujeres no caminan: se arrastran entre la culpa, el orgullo, la dignidad rota, los delirios de la pobreza, los espejismos del poder, la necesidad de redención. Son criaturas que arden por dentro, como si cada pensamiento fuera un cuchillo y cada emoción un relámpago. Y aun así aman. O intentan amar. O destruyen todo lo que tocan porque no saben cómo sostener la luz sin romperla.
Leer a Dostoyevski es entrar a una iglesia sin dios, iluminada sólo por la respiración agitada de sus personajes. En sus páginas uno escucha la voz de un hombre que creía profundamente en la posibilidad de la compasión, aun cuando él mismo se sabía lleno de sombras. Quizá por eso su obra sigue golpeando como un puño en el pecho: porque revela lo que preferimos ocultar, porque nos recuerda que incluso el más perdido guarda una chispa de humanidad.
Dostoyevski no ofreció respuestas. Ofreció heridas. Y es en esa herida —abierta, palpitante, luminosa— donde uno siente que algo del alma humana todavía está vivo. Leerlo es aceptar que somos frágiles, que estamos rotos, que buscamos redención en un mundo que no promete ninguna. Pero también es aceptar que, incluso en la noche más oscura, alguien puede extender una mano, aunque sea temblando.
Por eso su literatura no envejece: porque mientras exista un ser humano que dude, que caiga, que ame demasiado o demasiado poco, Dostoyevski seguirá respirando a través de nosotros. Como un suspiro, como un lamento, como una llama que se niega a extinguirse.
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