Antonio Vivaldi
El cura que le prendió fuego al invierno
Nació rojo. No de vergüenza, sino de fuego.
Venecia lo escupió al mundo en 1678 entre campanas, agua salada y violines que aún no sabían que iban a arder.
Le llamaron Il Prete Rosso: sacerdote por contrato, músico por condena divina.
El asma le robó el púlpito, pero le regaló el oído absoluto del relámpago. No podía dar misa larga… así que predicó en allegro.
Vivaldi no componía: discutía con el tiempo.
Le gritaba al invierno hasta hacerlo temblar,
le arrancaba trinos a la primavera como si desplumara pájaros,
ponía al verano a sudar notas
y al otoño a beber hasta cantar.
Las Cuatro Estaciones no son música:
son meteorología con alma.
Vivió rodeado de huérfanas en el Ospedale della Pietà,
y qué ironía tan hermosa:
niñas sin padres tocando como si Dios las hubiese criado con arco y cuerdas.
Él las entrenó como general barroco: disciplina, vértigo, virtuosismo.
Venecia escuchaba detrás de celosías,
como quien espía un milagro sin querer creer.
Fue famoso. Luego fue moda vieja.
Así de ingrata es la historia: hoy te aplaude, mañana te archiva.
Murió pobre en Viena, en 1741,
con más partituras que monedas
y más música que epitafios.
Nadie imaginó que siglos después volvería a sonar
como si nunca se hubiera ido.
Vivaldi es eso:
un incendio que fingió apagarse,
un sacerdote que cambió la hostia por el violín,
un compositor que entendió que el mundo no gira: vibra.
Y cuando escuchas sus notas,
no oyes el pasado.
Oyes al tiempo corriendo descalzo,
rojo, insolente,
tocando un violín que todavía quema. 
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