sábado, 27 de diciembre de 2025

Carl Sagan no hablaba del escepticismo como una pose intelectual ni como un gesto de superioridad moral. Lo concebía como una herramienta de supervivencia democrática. Cuando dice que, sin preguntas escépticas, quedamos a merced del siguiente charlatán, está señalando algo más profundo: la renuncia a pensar nos vuelve gobernables por cualquiera que grite con suficiente seguridad.

La historia no está llena de monstruos extraordinarios, sino de personas comunes que dejaron de preguntar. El charlatán no triunfa porque sea brillante, sino porque encuentra un público cansado, temeroso o cómodo. El problema no es que existan vendedores de certezas, sino que haya quienes las compren sin exigir pruebas.

Preguntar es un acto incómodo. Interrogar a quien dice “yo sé” rompe la jerarquía implícita entre el que manda y el que obedece. Por eso el poder —político o religioso— siempre ha tenido una relación tensa con el pensamiento crítico. No teme a la ignorancia; teme a la duda bien formulada. La ignorancia es moldeable. La duda, no.

Desconfiar de la autoridad no significa negar toda autoridad, sino negarle el privilegio de no ser cuestionada. Cuando una figura pública se presenta como incuestionable, cuando su relato se vuelve sagrado, cuando disentir se vuelve traición, el charlatán ya ganó. En ese punto, la verdad deja de ser algo que se busca y se convierte en algo que se impone.

El escepticismo no destruye la verdad: la protege. Solo las ideas frágiles necesitan blindarse contra las preguntas. Las ideas sólidas resisten el examen, la crítica y la duda. Una sociedad que penaliza el cuestionamiento está confesando, sin saberlo, que no confía en lo que dice creer.

Sagan entendía que el pensamiento crítico no es natural; se aprende, se entrena y se defiende. Exige esfuerzo. Es más fácil delegar el juicio, más cómodo repetir consignas, más tranquilizador creer que alguien “ya pensó por nosotros”. Pero ese alivio tiene un costo: la autonomía.

Cuando dejamos de formular preguntas escépticas, no solo cedemos poder político o religioso; cedemos nuestra capacidad de distinguir entre conocimiento y propaganda, entre evidencia y dogma, entre convicción y fanatismo. Y entonces, como advierte Sagan, el siguiente charlatán no necesita ser brillante: solo necesita llegar primero.

El escepticismo no es cinismo. No es negarlo todo. Es una ética del pensamiento: exigir razones antes de obedecer, pruebas antes de creer, argumentos antes de rendirse. En tiempos de ruido, certezas prefabricadas y líderes que se venden como salvadores, dudar no es debilidad. Es resistencia.

 

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