jueves, 18 de diciembre de 2025

  Elogio del nosotros (contra el altar del yo)


Ayn Rand no pidió permiso.
 Entró a la historia como quien entra a un salón y apaga la música ajena para poner la suya a todo volumen. Despreció el altruismo —esa vieja cortesía humana—, canonizó el egoísmo como virtud y levantó un altar al individuo solitario, autosuficiente, blindado contra el otro. En una época que cosía heridas de guerra y desigualdad, Rand ofreció un lema de supervivencia: sálvese quien pueda; el que no, que no estorbe. Boom. El problema es el eco: aún retumba.

Este credo seduce porque promete claridad. Nada de ambigüedades: tú, tu talento, tu éxito. El resto, ruido. Pero la claridad no siempre es verdad; a veces es una linterna que ilumina solo lo que conviene. El egoísmo elevado a moral pública confunde fortaleza con indiferencia y mérito con suerte. Y en esa confusión, el mundo se vuelve un tablero donde ganan quienes ya empezaron con ventaja.

El individuo randiano es un mito elegante: no nace, se fabrica. No enferma, no envejece, no cae. No debe nada porque nunca necesitó a nadie. 
Pero nuestras sociedades no funcionan con héroes de novela; funcionan con personas de carne que se enferman, envejecen, caen. La pregunta no es si el talento importa (importa), sino qué hacemos cuando el talento no alcanza. Si la respuesta es “apártate”, la sociedad deja de ser casa y se vuelve pasillo.

Hay un error de categoría en el corazón de esta ética: confundir la autonomía con la autarquía. Ser autónomo es poder decidir; ser autárquico es no necesitar a nadie. Lo primero es deseable; lo segundo es una fantasía costosa. Nadie se educa solo, nadie se cura solo, nadie produce riqueza sin una red invisible de manos, normas, infraestructuras y cuidados. Negar esa red no la elimina: la expropia simbólicamente. Se disfruta del puente y se maldice al ingeniero colectivo.

Además, convertir el egoísmo en virtud pública erosiona el lenguaje moral. Si ayudar es debilidad y cooperar es sospechoso, la solidaridad se vuelve un vicio clandestino. El Estado, reducido a estorbo, deja de ser árbitro y pasa a ser coartada: “si alguien cae, no es problema mío; es coherencia”Así, la desigualdad deja de ser un problema a corregir y se transforma en un paisaje a contemplar. Bonito desde lejos; inhabitable de cerca.

No es deseable este modelo porque rompe el pacto tácito que hace posible la vida en común: yo contribuyo, tú contribuyes, y cuando uno cae, el otro extiende la mano. No por caridad melosa, sino por inteligencia social. Las sociedades más estables no son las que veneran al ganador solitario, sino las que amortiguan la caída, invierten en capacidades y reconocen que el éxito individual florece mejor en suelo compartido.

El “sálvese quien pueda” es una ética de emergencia convertida en programa permanente.
 Sirve para naufragios; fracasa para ciudades. En la práctica, produce mercados sin brújula moral, políticas sin compasión y ciudadanos aislados que confunden libertad con abandono. La libertad auténtica —esa que dura— no se construye contra los otros, sino con los otros: reglas justas, oportunidades reales, responsabilidad compartida.

Rand nos obligó a pensar, y eso se agradece. Pero pensar no es obedecer. Hoy sabemos que el altar del yo tiene pies de barro: cuando el terremoto llega —crisis, pandemias, colapsos—, el individuo solitario no resiste. Resiste la trama. El nosotros. Ese viejo invento humano que no sale en las novelas de acero, pero sostiene el mundo cuando la épica se queda sin gasolina.

En resumen: el egoísmo como virtud pública es un atajo brillante hacia un callejón oscuro. Puede producir héroes de portada, sí; pero deja ciudades sin techo. Y una sociedad sin techo no es libre: es vulnerable. 

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