John Donne
Biografía poética (con pulso y latido)
Nació John Donne cuando Dios y el amor
se miraban con recelo,
en una Inglaterra donde rezar
era elegir bando…
y a veces, tumba.
Fue joven como una blasfemia elegante:
ingenioso, carnal,
un acróbata del deseo.
Amó con metáforas afiladas,
comparó besos con mapas,
camas con universos,
y al cuerpo con un argumento irrefutable.
Si el amor no dolía, no valía la pena escribirlo.
Donne fue hereje por herencia
y católico por peligro;
vivió escondiendo la fe
como quien guarda una carta comprometedora
en el bolsillo del alma.
Pensó, dudó, discutió con Dios
como se discute con un viejo amigo
que siempre cree tener la razón.
Luego cayó.
Como caen los intensos:
por amar demasiado y sin permiso.
Se casó en secreto —error glorioso—
y pagó el precio: pobreza, hijos, noches largas
y una cabeza llena de preguntas.
Y entonces ocurrió el giro dramático
(digno de un buen poema):
el poeta del deseo se volvió predicador,
el amante del cuerpo
aprendió el idioma del alma.
Pero ojo:
no dejó de ser poeta.
Solo cambió de incendio.
En sus sermones ardía la muerte,
en sus poemas tardíos
Dios ya no era juez sino vértigo.
La fe no como certeza,
sino como una herida que habla.
Donne escribió sobre la muerte
sin pedirle permiso,
la llamó vecina,
la despojó de solemnidad
y le dijo, con descaro inmortal:
“no eres tan poderosa como crees”.
Murió decano de San Pablo,
sí, respetable al final —qué ironía—,
pero nunca domesticado.
Sigue ahí, siglos después,
recordándonos que pensar duele,
amar complica
y creer no tranquiliza…
pero da un ritmo feroz al lenguaje.
John Donne no escribió versos:
tendió trampas intelectuales
donde aún caemos felices.
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