El señor de las moscas: el mito moderno de la caída
Hay novelas que cuentan una historia y otras que crean un mito. El señor de las moscas (1954), de William Golding, pertenece a esta segunda categoría. No se limita a narrar el extravío de un grupo de niños en una isla desierta: reformula una antigua pregunta humana —¿qué somos cuando la civilización se retira?— y la convierte en una fábula oscura, inolvidable, casi arquetípica.
Antes de Golding, la tradición literaria occidental tendía a imaginar al ser humano como esencialmente racional y perfectible. La isla de coral (1857), de R. M. Ballantyne, presentaba a niños británicos náufragos que reproducían el orden, la moral y la jerarquía del Imperio. Golding escribe El señor de las moscas como una refutación directa: la isla ya no es un laboratorio de virtud, sino un espejo que revela lo que la cultura contiene, reprime y disfraza.
La isla como mundo primordial
La isla en El señor de las moscas no es un simple escenario: es un espacio mítico, una suerte de Edén invertido. Allí no hay adultos, leyes, historia ni castigo externo. Lo que ocurre es una regresión, no hacia la inocencia, sino hacia una violencia ritual. Golding sugiere que la civilización no crea la bondad, solo la administra.
Ralph representa el ideal ilustrado: razón, diálogo, reglas, progreso. Piggy encarna la ciencia, la técnica, la memoria del mundo adulto. Jack, en cambio, es la pulsión primitiva: poder, sangre, pertenencia tribal. El conflicto entre ellos no es psicológico solamente: es cosmogónico. Es la lucha eterna entre el orden frágil y el deseo de dominación.
El Señor de las Moscas: el mal como revelación
El título mismo remite a una figura bíblica: Beelzebub, el “Señor de las Moscas”, demonio asociado a la corrupción y la putrefacción. La cabeza de cerdo clavada en una estaca no es solo un tótem de miedo: es una epifanía del mal. No hay monstruo externo. El verdadero enemigo no vive en la selva, sino en la mente colectiva.
Cuando el “Señor de las Moscas” le habla a Simon, la novela alcanza su núcleo mítico:
“Soy parte de ti”.
Esta frase destruye la ilusión más cómoda del ser humano: que la barbarie siempre es ajena, que el mal viene de afuera, que basta con eliminar al enemigo para restaurar la paz.
Simon, el único que comprende esta verdad, es asesinado. Como en los mitos antiguos, el portador de la revelación es sacrificado. No hay lugar para la verdad cuando amenaza la cohesión del grupo.
Un mito para el siglo XX (y XXI)
Golding escribió después de la Segunda Guerra Mundial, tras Auschwitz y Hiroshima. El señor de las moscas es impensable sin ese contexto. El mito que crea no es optimista ni redentor: es un mito trágico, profundamente moderno, que afirma que la barbarie no es un accidente histórico, sino una posibilidad siempre latente.
Por eso la novela sigue vigente. La leemos en cada guerra civil, en cada linchamiento mediático, en cada red social convertida en tribu, en cada líder que promete orden a cambio de miedo. La isla reaparece una y otra vez, con nuevos nombres.
Conclusión
El señor de las moscas creó un mito porque nos dio una imagen imposible de olvidar: niños civilizados jugando a ser salvajes y descubriendo que no están jugando. Nos obligó a aceptar que la línea entre cultura y barbarie no es sólida, sino una cuerda tensa que puede romperse en cualquier momento.
No es una novela sobre niños.
Es una novela sobre nosotros, cuando nadie nos mira.
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