Que los expertos reconozcan su ignorancia es algo que nos beneficia a todos. Aun así, existen ciertos obstáculos en nuestra presunta economía «del conocimiento» que impiden en un sentido estructural que los científicos aprendan más.
Las revistas científicas son un ejemplo de ello, porque están diseñadas con el propósito específico de divulgar conocimiento; sin embargo, aunque los científicos ponen especial empeño en escribir artículos para revistas distinguidas (y también en realizar la labor no retribuida de revisar artículos enviados a esas revistas por otros colegas suyos), el acceso a esos materiales —una vez publicados— puede ser difícil y, muchas veces, prohibitivamente caro.
En estas últimas décadas, algunas editoriales de revistas y libros científicos han diseñado una intrincada maquinaria de negocio que obliga a las instituciones a pagar unas suscripciones carísimas para tener acceso a sus publicaciones.
Esto ha dado origen a una paradoja: la investigación, habitualmente financiada por el Estado, solo llega a las bibliotecas después de que estas asuman un coste muy elevado por adquirirla y, por lo tanto, se vean obligadas a contar también con el apoyo financiero de los Estados para pagar las suscripciones. Y ello sin olvidar la inmensidad de nuevos conocimientos que, de este modo, le quedan vedados al individuo que no tiene acceso a esas bibliotecas.
La realidad del negocio empresarial conlleva, pues, que la ignorancia forme parte de la actividad científica de un modo diferente al descrito por Firestein.
La ignorancia, en este caso, no está ligada a unos vacíos imprescindibles en el conocimiento, sino más bien a unos mecanismos económicos estructurales que limitan el acceso al saber para favorecer el lucro.
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