lunes, 22 de diciembre de 2025




 

El humor como dignidad: una forma elegante de no arrodillarse

Romain Gary escribió que el humor es una afirmación de dignidad, una declaración de superioridad del hombre con todo lo que le sucede. A primera vista parece una frase ingeniosa, incluso ligera. Pero como ocurre con las verdades incómodas, su profundidad se revela cuando deja de hacernos gracia.

Vivimos en una época que glorifica la seriedad. El rostro adusto se confunde con inteligencia, la gravedad con profundidad, y la incapacidad de reír con madurez moral. “No me río de eso”, dice el solemne, como si acabara de salvar a la humanidad. En ese contexto, hablar del humor como dignidad suena casi ofensivo. Pero Gary no estaba jugando: estaba señalando uno de los últimos gestos de libertad que le quedan al ser humano.

La risa como distancia

El humor no es negar lo que ocurre, es tomar distancia. No la distancia del indiferente, sino la del consciente. Reír no es decir “esto no duele”, sino “esto duele, pero no me posee”. Entre el golpe y la conciencia se abre un pequeño espacio. En ese espacio vive la dignidad.

Quien no puede reír de nada —ni siquiera de sí mismo— está completamente absorbido por la realidad. Es esclavo de cada circunstancia, rehén de cada tragedia, súbdito fiel de cada desgracia. El humor rompe esa obediencia. Introduce una grieta. Y por esa grieta entra el aire.

Por eso el humor auténtico no aparece en la comodidad, sino en el límite. En la guerra, en la enfermedad, en la pobreza, en el fracaso. Ahí donde la vida parece decir “ya gané”, el humor responde: todavía no del todo.

Superioridad sin soberbia

La palabra “superioridad” incomoda. Parece elitista, arrogante, políticamente incorrecta. Pero Gary no habla de estar por encima de otros, sino de no estar por debajo de lo que sucede. Es una superioridad existencial, no social.

El humor no humilla al mundo: se niega a ser humillado por él.

Cuando una persona puede hacer humor de su propia derrota, no está diciendo “esto no importa”, está diciendo algo mucho más grave: mi valor no depende de esto. Eso es dignidad en estado puro. Y también una forma sutil de rebeldía.

Humor no es cinismo (aunque se disfracen igual)

Aquí conviene separar aguas. El cinismo es primo del humor, pero uno de esos primos incómodos que nadie quiere sentar en la mesa. El cínico se burla para no sentir. El humorista profundo se burla a pesar de sentir.

El cinismo dice: “Nada importa”.
El humor verdadero dice: “Esto importa tanto que necesito reír para no quebrarme”.

Hoy el cinismo se vende como lucidez. Se presenta como inteligencia adulta, como haber entendido “cómo funciona el mundo”. En realidad es una anestesia elegante. Un “ya me rendí” con vocabulario sofisticado. El humor, en cambio, exige coraje. Porque para reír de verdad hay que estar presente, no desconectado.

Por qué el poder odia el humor

El poder tolera muchas cosas: la queja ritual, la indignación programada, incluso cierta crítica decorativa. Lo que no tolera es el humor. Porque el humor no pide permiso. No se somete. No discute en los términos del amo.

Reírse del poder es recordarle que no es absoluto. Que no es sagrado. Que no es eterno. Y nada asusta más a una autoridad que ser vista como provisional, ridícula o humana. Por eso los dogmas odian la risa y los tiranos temen al bufón más que al rebelde solemne.

El rebelde serio puede ser encarcelado.
El humorista deja una risa suelta que nadie puede detener.

La postura erguida

El humor es una postura corporal del espíritu. Es estar de pie por dentro cuando todo invita a encorvarse. Es esa sonrisa mínima que no niega el dolor, pero tampoco lo idolatra. Es la negativa silenciosa a convertirse en víctima total.

En un mundo obsesionado con ganar, el humor recuerda algo profundamente subversivo: que la vida no es una competencia que se gana, sino una experiencia que se atraviesa. Y atravesarla con dignidad a veces implica reírse —no porque sea gracioso, sino porque es humano.

Conclusión

El humor no es evasión.
No es frivolidad.
No es falta de seriedad.

Es una forma refinada de valentía.

Es el gesto de quien, aun herido, se niega a arrastrarse.
De quien, aun golpeado, conserva una distancia interior.
De quien puede decirle a la vida, sin grandilocuencia:

“Esto me pasa, pero no me traga.”

Y en tiempos donde abundan los rostros tensos y escasean las conciencias libres, reír así —con lucidez, con ironía, con dignidad— puede ser uno de los actos filosóficos más serios que nos quedan.



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