Elegía para los que sabían demasiado
Hubo un tiempo en que el saber no estaba dividido por aduanas.
Un tiempo en que la mente no pedía permiso para cruzar de la anatomía a la música, de las estrellas al alma humana.
A esos hombres —y a esas raras mujeres— los llamamos polímatas,
pero en realidad eran algo más simple y más peligroso:
personas que se negaron a amputarse.
Leonardo da Vinci dibujaba músculos como quien reza.
No distinguía entre arte y ciencia porque el cuerpo humano no distingue entre belleza y función.
Para él, un ala de ave y un puente eran la misma pregunta formulada en idiomas distintos.
Leonardo no quería “saber de todo”;
quería no renunciar a nada.
Después vino Goethe,
que escribió versos como quien hace botánica
y estudió colores como quien se examina el alma.
La física newtoniana le parecía insuficiente
porque no explicaba lo que le ocurría al corazón frente al rojo intenso de un atardecer.
Goethe entendió algo que hoy se considera sospechoso:
que el conocimiento sin experiencia es un cadáver elegante.
Y luego Alexander von Humboldt,
el viajero incansable,
el hombre que vio la Tierra como un organismo vivo antes de que la palabra “ecología” existiera.
Medía montañas, sí,
pero también escuchaba mitos indígenas,
anotaba climas, plantas, corrientes marinas
y el modo en que todo se tocaba con todo.
Humboldt no conquistaba territorios:
los relacionaba.
Muchos dicen que él fue el último de los polímatas.
No porque después no hubiera inteligencias brillantes,
sino porque el mundo empezó a exigir obediencia a la especialización.
Desde entonces, al que intenta abarcar demasiado se le acusa de disperso,
como si la curiosidad fuera un defecto
y no una forma de valentía.
Hoy el saber se vende en porciones pequeñas,
con etiquetas, certificaciones y horarios de oficina.
El experto sabe cada vez más sobre cada vez menos,
hasta que un día ya no sabe para qué sirve lo que sabe.
El polímata, en cambio,
era peligroso porque no aceptaba fronteras artificiales.
Quizá no fueron los últimos.
Quizá solo fueron los últimos permitidos.
Tal vez los polímatas no desaparecieron,
sino que aprendieron a esconderse,
a escribir poesía mientras hacen ciencia,
a pensar filosofía mientras corren,
a unir cosas en un mundo que insiste en separarlas.
Y si hoy recordamos a Leonardo, a Goethe, a Humboldt,
no es por nostalgia erudita,
sino porque nos recuerdan algo incómodo:
que la mente humana no nació fragmentada
y que pensar de verdad
siempre ha sido un acto profundamente subversivo.
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