martes, 30 de diciembre de 2025

 

Un perro andaluz: aprender a ver duele

Un perro andaluz es un cortometraje de 1929 dirigido por Luis Buñuel y escrito junto a Salvador Dalí. Dura apenas dieciséis minutos, pero es suficiente para incomodar a generaciones enteras. No tiene argumento, no tiene mensaje explícito y no sigue ninguna lógica narrativa tradicional. No hay inicio, nudo ni desenlace. No hay héroes. No hay moraleja.

La película está hecha a partir de imágenes soñadas, impulsos inconscientes y asociaciones libres. Buñuel fue claro: no querían que el espectador entendiera, querían que reaccionara. Quien entra buscando sentido se frustra; quien entra dispuesto a dejarse golpear, sale transformado o irritado. Ambas cosas sirven.

En ese contexto aparece una de las escenas más famosas —y más temidas— de la historia del cine.


1. El ataque al ojo: ver no es un acto inocente

Un hombre afila una navaja. Mira al cielo. Una nube atraviesa la luna. Corte.
Un ojo humano es seccionado en primer plano.

No hay metáfora amable. No hay preparación emocional. No hay advertencia. Buñuel no pide permiso: te agrede.

Ese ojo no es solo el de la mujer en pantalla. Es el del espectador. Es el nuestro. Buñuel parece decirnos:

Si vienes a mirar cine como siempre, mejor te quito el ojo desde ahora.

Ver, en Un perro andaluz, no es un acto pasivo ni inocente. Es una experiencia dolorosa. El cine deja de ser entretenimiento y se convierte en intervención quirúrgica. Buñuel corta el órgano con el que creemos entender el mundo, porque sabe que ese ojo está educado, domesticado, acostumbrado a ver sin cuestionar.

El gesto es radical: para ver de otra manera, primero hay que destruir la forma anterior de mirar.

Hoy, casi un siglo después, la escena sigue siendo insoportable, pero por razones distintas. Vivimos rodeados de imágenes de violencia real: guerras transmitidas en tiempo real, cuerpos destrozados convertidos en contenido, tragedias convertidas en scroll. El ojo ya no se corta; se anestesia. Vemos todo y no sentimos nada.

Buñuel, en cambio, quería lo contrario: que mirar doliera. Que la imagen dejara marca. Que el espectador no saliera intacto.

El corte en el ojo es una advertencia que sigue vigente:

si el arte no incomoda, solo adormece.



 Hesse no se entiende desde el pedestal; 

se entiende desde la herida.

 —sin corbata académica, con el alma despeinada—:

Hermann Hesse: el hombre que aprendió a romperse despacio
Hermann Hesse no tuvo una vida: tuvo un campo de pruebas.

La infancia fue una jaula con forma de religión.

La juventud, una pelea a puño limpio con Dios, la patria y la obediencia.

La adultez, un lento aprendizaje del derrumbe.

Nada épico. Nada cómodo.
Solo la persistente sensación de no encajar ni en su propia sombra.

Quisieron hacer de él un buen alemán,
y terminó siendo un mal ciudadano y un gran ser humano.

Quisieron volverlo pastor, funcionario, soldado del orden, y respondió con libros que enseñan a desertar sin disparar un tiro.

Hesse no escribió para explicar el mundo,
escribió para sobrevivirlo.
Cuando Europa se volvió una fábrica de cadáveres bien peinados,
él dijo “no” —y ese no le costó amigos, prestigio y tranquilidad.

Ser pacifista en tiempos de guerra es como ser poeta en una reunión de banqueros:
te miran como si estuvieras mal de la cabeza.
Y quizá lo estaba.
Pero era una locura lúcida.

Sufrió depresiones, colapsos nerviosos, terapias tempranas
—cuando ir al psicólogo era casi un delito moral—.
Se rompió por dentro, y en vez de ocultarlo,
lo volvió literatura.

Demian, Siddhartha, El lobo estepario

no son novelas:
son mapas para quienes se sienten extranjeros en su propia vida.
No prometen felicidad. Prometen honestidad.
Y eso duele más, pero cura mejor.

Hesse entendió algo incómodo:

que la sociedad ama a los individuos…
siempre y cuando no sean demasiado individuales.

Por eso sus personajes caminan solos,
con los bolsillos llenos de preguntas
y el corazón sin manual de instrucciones.

Nunca fue un maestro iluminado.
Fue un hombre cansado que aprendió a escucharse.
Y en un mundo que grita consignas,
escucharse es un acto revolucionario.

Hermann Hesse no vino a salvar a nadie.

Vino a decirnos, en voz baja pero firme:
si no te sientes cómodo aquí, no estás roto;
quizá estás despierto.
Y eso —aunque no venda—
vale más que una vida fácil.

 Viajar no vacuna contra la ignorancia. 

Solo cambia el fondo de pantalla.


Hay quien ha dado la vuelta al mundo
y sigue viviendo en un cuarto mental sin ventanas.
Sellos en el pasaporte, cero mudanzas interiores.

Una persona culta viaja, sí…
pero sobre todo se deja viajar por las ideas.
Puede no haber salido nunca de su barrio
y aun así haber recorrido siglos, lenguas, conflictos, sueños.

El turista colecciona fotos.
La persona culta colecciona preguntas.
Uno dice “yo estuve ahí”.
La otra se pregunta “¿por qué esto es así?”.

Viajar suma cuando desarma prejuicios,
cuando te hace pequeño, curioso, atento.
Si vuelves creyéndote superior,
no viajaste: solo te desplazaste.

Así que no,
la cultura no depende de millas aéreas
sino de kilómetros mentales.

Hay gente que cruza océanos
y nunca sale de sí misma.
Y hay quien, sentado leyendo,
cruza el mundo sin hacer fila en migración. 

lunes, 29 de diciembre de 2025


 

El deseo como falta: el sujeto que nunca llega

“El sujeto está en busca del objeto de su deseo, mas nada lo conduce a él.”
Jacques Lacan

Esta frase condensa uno de los núcleos más perturbadores del pensamiento lacaniano: el deseo no está hecho para satisfacerse. No es una carencia accidental que pueda llenarse, sino una estructura que define al sujeto mismo. El ser humano no desea algo concreto; desea desear.

I. El sujeto no nace completo

Para Lacan, el sujeto no es una entidad autónoma, sólida, transparente para sí misma. El sujeto está dividido desde el origen. Nace marcado por el lenguaje, por el Otro (la cultura, la ley, la palabra), y en ese ingreso pierde algo irrecuperable.

Ese “algo” perdido no es un objeto real que pueda encontrarse más tarde, sino una falta estructural. El deseo nace ahí: no como apetito, sino como efecto de una pérdida que nunca fue plenamente poseída.

Por eso Lacan no dice que el sujeto busca un objeto, sino que está en busca del objeto de su deseo. La diferencia es crucial:

  • El objeto no preexiste a la búsqueda.

  • Se construye fantasmáticamente como promesa de plenitud.

II. El objeto a: causa del deseo, no su meta

Aquí aparece uno de los conceptos más malentendidos de Lacan: el objeto a (objeto pequeño a).

El objeto a no es aquello que el deseo quiere, sino aquello que lo provoca. Es la causa del deseo, no su destino. Cuando el sujeto cree haber encontrado lo que desea —una persona, un reconocimiento, dinero, poder, una ideología, incluso la “verdad”—, el deseo no se extingue. Se desplaza.

Esto explica la frase: “nada lo conduce a él”.
No porque el sujeto sea torpe o esté desorientado, sino porque no existe un camino posible hacia algo que no está hecho para ser alcanzado.

III. La trampa moderna: confundir deseo con consumo

La sociedad contemporánea explota esta estructura con precisión quirúrgica. El capitalismo promete constantemente objetos que supuestamente colmarán el deseo: éxito, amor ideal, bienestar total, libertad absoluta.

Pero lo que ofrece son sustitutos. El sujeto consume, obtiene, y rápidamente vuelve a desear. No porque sea ingrato, sino porque el deseo no se satisface por definición.

Aquí Lacan resulta profundamente incómodo: nos dice que el malestar no se debe solo a injusticias externas, sino a una condición estructural del sujeto hablante. No hay objeto que nos devuelva la completud perdida porque esa completud nunca existió.

IV. El deseo como motor, no como destino

Entonces, ¿el deseo es una condena? No necesariamente.

Lacan no propone eliminar el deseo —eso sería eliminar al sujeto—, sino dejar de engañarse respecto a él. El sufrimiento aparece cuando el sujeto cree que algún día, algo o alguien lo completará definitivamente.

Aceptar que “nada lo conduce al objeto” no es nihilismo: es una forma de lucidez. El deseo, entendido así, no es una flecha hacia un blanco, sino un movimiento que mantiene viva la existencia simbólica del sujeto.

V. Ética del psicoanálisis: no ceder sobre el deseo

Paradójicamente, Lacan formula una ética: “no ceder sobre el deseo”. No significa perseguir obsesivamente objetos, sino no traicionar lo que nos mueve, aun sabiendo que no habrá cierre final.

El problema no es no alcanzar el objeto, sino vivir creyendo que la vida empieza después de alcanzarlo.


Conclusión

La frase de Lacan no es pesimista, es despiadadamente honesta. El sujeto no fracasa en su búsqueda; la búsqueda es la forma misma de su existencia. El deseo no apunta a un objeto alcanzable, sino que revela una verdad incómoda: somos seres constituidos por la falta, no por la plenitud.

Entender esto no nos salva del deseo, pero nos libera de la ilusión de que algún día dejará de doler… o de moverse.

Y tal vez ahí, precisamente ahí, empieza una forma más adulta de libertad.

 A simple vista, parece absurdo pensar que para hacer una mala canción o un mal guion se requiera talento. “Mala” implica defectuosa, carente de valor estético, superficial, olvidable. Sin embargo, si observamos bien la cultura popular y el éxito comercial, descubrimos que incluso lo que muchos consideran “malo” demanda habilidades específicas, en ocasiones sofisticadas, que revelan otro tipo de talento.

Tomemos el caso de artistas o ciertas canciones que se vuelven éxitos a pesar de su sencillez o incluso mediocridad artística. ¿Cómo es posible que obras aparentemente poco originales o profundas logren impactar a millones? La respuesta no está en la calidad clásica, sino en la habilidad para conectar con un público, para tocar una fibra emocional inmediata, para jugar con códigos y estereotipos culturales compartidos.

Primero, el talento como afinidad con el público

Una mala canción exitosa suele tener ritmo pegajoso, frases simples pero memorables, y un mensaje o imagen con la que la gente se identifica fácilmente. Esto no sucede por azar; requiere alguien que comprenda los gustos y hábitos del público objetivo. Es un talento para leer el zeitgeist —el espíritu de la época— y moldear el producto para que encaje en ese espacio.

De igual forma, un guion que carece de complejidad narrativa o profundidad temática, pero que resulta en una película taquillera, se sostiene porque sabe qué emociones evocar: la nostalgia, el romance idealizado, la comedia ligera, el escape de la realidad. No todos los públicos buscan el arte elevado; muchos buscan sentirse acompañados en sus emociones cotidianas, aunque sea mediante clichés.

Segundo, la paradoja del talento funcional

Este talento es funcional y pragmático. Se orienta a la efectividad, a cumplir objetivos específicos: generar ventas, views, retuits. La industria del entretenimiento es un mercado, y como tal, se rige por reglas distintas al arte puro. Aquí, hacer “malo pero popular” es un resultado de conocer las fórmulas que funcionan, dominar el timing y aprovechar las tendencias sociales y tecnológicas.

Este tipo de talento suele ser subestimado o desvalorizado por quienes privilegian lo artístico elevado, pero es innegable que no cualquiera puede lograrlo. Intentar escribir un guion con fórmulas de éxito y fracasar no es raro; encontrar esa fórmula requiere intuición, experiencia y sensibilidad hacia la cultura popular.

Tercero, la dimensión cultural y social

Detrás de las obras consideradas “malas” hay un reflejo de la sociedad que las consume. La repetición de estereotipos, mensajes simples o humor plano puede responder a necesidades reales de identificación, pertenencia y evasión. Criticar estas obras sin reconocer su función social es perder una dimensión esencial del arte popular.

En este sentido, el “talento para lo malo” también es una forma de inteligencia cultural, pues implica conocer los códigos que mantienen cohesionada a una comunidad, o que la entretienen en un contexto particular.

Conclusión

No es contradictorio que haya talento en hacer obras de escaso valor artístico. Más bien, es una paradoja que revela la complejidad de la cultura contemporánea y las múltiples formas que el talento puede adoptar. El desafío para el crítico o el creador es reconocer que el talento no es una sola cosa ni siempre se manifiesta en la profundidad o la belleza, sino que también habita en la superficie, en la conexión inmediata y en la capacidad para captar la atención masiva.

Así, la mediocridad aparente muchas veces esconde una inteligencia aguda para leer a la audiencia y moldear contenido acorde a sus expectativas. Entender esta paradoja es clave para comprender la cultura popular actual y el fenómeno del éxito en sus diversas formas.

 No cesaremos en la exploración

y el fin de todas nuestras búsquedas
será llegar adonde comenzamos
y conocer el lugar por vez primera.
T. S. ELIOT, Cuatro cuartetos

En sus reflexiones sobre las crueldades «normales» de la crianza de los niños en las sociedades civilizadas, Sarah Hrdy cuestionaba el futuro de nuestra especie: «Cuando oigo a la gente preocupada por el futuro de la humanidad por causas como el calentamiento global, las enfermedades emergentes y los virus agresivos, los meteoritos que se estrellan y los soles que explotan, me pregunto: pero, aunque persistamos, ¿seguirá siendo humana nuestra especie?». Hrdy teme que la supervivencia de la especie humana no incluye necesariamente la supervivencia de nuestra humanidad.
Como siempre, es ahora o nunca. Nuestra especie parece congelada en un perpetuo punto de no retorno, como si cada paso a dar fuese una encrucijada. Otras civilizaciones se han derrumbado antes que la nuestra; de hecho, a todas les ha pasado. Pero ninguna se ha derrumbado tanto como lo hará la nuestra cuando ocurra. Los colapsos previos fueron regionales; el nuestro será planetario, y no habrá ningún sitio donde correr a esconderse. A lo largo de los siglos, muchos ríos y lagos han sido objeto de sobrepesca o envenenamiento, pero ahora somos testigos de la destrucción de ecosistemas oceánicos enteros. La atmósfera del planeta está inflamada, y nuestra comprensión de los peores escenarios posibles se ve constantemente ampliada. En 2015, el huracán más violento jamás registrado —clasificado como de nivel 7 en una escala que había sido diseñada para alcanzar solo el nivel 5— arrasó la costa de México.
Decir que vivimos en una época de cambios acelerados es una auténtica perogrullada, pero nada puede continuar acelerando para siempre. Si miramos más allá del horizonte, tanto adelante como atrás, distinguimos claros indicios de vastos periodos de estabilidad y tranquilidad que no hacen sino empequeñecer nuestro breve momento de frenesí civilizador. Los arqueólogos llevan largo tiempo desconcertados por las decenas de miles de años en los que no parece que haya ocurrido gran cosa que implique un progreso. Los restos óseos demuestran que la anatomía de nuestros antepasados era moderna, y sus cerebros, que en realidad eran un poco más grandes que los de los humanos contemporáneos, sugieren que tenían una gran capacidad mental, pero sus vidas no cambiaban. Los objetos hallados revelan muy pocos avances en el diseño de puntas de lanza o flecha, en los ritos funerarios, en la decoración, etc. ¿Por qué estuvieron tanto tiempo atascados? Mi propuesta es que no estuvieron en absoluto atascados: estaban en casa. Si la necesidad es la madre de las invenciones, ¿por qué nos cuesta tanto suponer que se encontraban cómodos y felices, sin ninguna aparente necesidad de «progreso»? En nuestro mundo, donde es habitual menospreciar el presente como una zona de calentamiento para un futuro mejor, y donde la desinformación acerca de la larga prehistoria de nuestra especie está completamente generalizada, es difícil reconocer que la vida de nuestros ancestros no era solitaria, pobre, desagradable, brutal o corta. Nos resulta casi imposible concebir que podrían haber estado contentos de permanecer donde estaban. Sin embargo, esto es lo que la evidencia sugiere.
Christopher Ryan 

 


Thích Nhất Hạnh: la metafísica de la respiración

Hay pensadores que construyen sistemas, y hay otros que desmontan el suelo mismo sobre el que creemos estar parados. Thích Nhất Hạnh pertenece a esta segunda estirpe. No fundó una filosofía en el sentido clásico, no levantó catedrales conceptuales, pero hizo algo más difícil: enseñó a mirar de tal modo que muchas de nuestras categorías se vuelven inútiles.

Su gesto filosófico fundamental no fue explicar el mundo, sino suspender la ilusión de separación.

I. El error original: creer que estamos solos

La metafísica occidental ha girado durante siglos en torno a una obsesión: el individuo. Incluso cuando habla de comunidad, parte de sujetos separados que luego “se relacionan”. Thích Nhất Hạnh invierte el punto de partida. No hay individuos que después se conectan; la conexión es anterior a cualquier individuo.

A esto lo llamó interser.

Un concepto engañosamente simple, pero devastador. No significa que “todo esté conectado” en un sentido vago o sentimental. Significa algo más radical: nada existe por sí mismo. Una hoja contiene la nube, el sol, la lluvia, el suelo y el tiempo. Si quitas uno solo de esos elementos, la hoja desaparece. La hoja no “tiene” relaciones: es relaciones.

Aquí no hay metáfora bonita. Hay una ontología.

Si esto es cierto —y Thích Nhất Hạnh no pide que se crea, sino que se observe— entonces la noción de un yo autosuficiente empieza a desmoronarse. Y con ella, buena parte de nuestra ética, nuestra política y nuestra forma de sufrir.

II. La respiración como fenómeno filosófico

Respirar parece trivial. Precisamente por eso es profundo.

Thích Nhất Hạnh convirtió la respiración en un objeto de atención filosófica porque en ella ocurre algo escandaloso: no controlamos aquello que nos sostiene. El aire entra y sale, nos atraviesa, nos mantiene vivos sin pedir permiso a nuestra voluntad.

Respirar es experimentar, instante a instante, que vivir es dejarse atravesar.

Aquí hay una crítica silenciosa a toda filosofía del dominio: dominar la naturaleza, dominar el cuerpo, dominar al otro, dominar el tiempo. La respiración muestra que la vida no funciona así. No se posee. Se acompasa.

En este sentido, la atención plena no es una técnica de relajación, sino una disciplina ontológica: entrenarse para habitar un mundo donde no somos el centro ni los dueños.

III. El sufrimiento y la ilusión del yo

Para Thích Nhất Hạnh, el sufrimiento humano no nace principalmente del dolor, sino de la reificación del yo. Convertimos procesos en cosas, identidades flexibles en bloques rígidos: yo soy así, ellos son así, el mundo es así.

Cuando el yo se solidifica, cualquier amenaza se vuelve absoluta. Defender la imagen que tenemos de nosotros mismos se vuelve más importante que comprender, que escuchar, que vivir.

Desde esta perspectiva, el odio no es una emoción fuerte: es una confusión metafísica. Creemos que el otro está separado, que su dolor no tiene nada que ver con el nuestro. Y actuamos en consecuencia.

La compasión, entonces, no es una virtud moral que se añade al carácter; es el resultado lógico de ver con claridad.

IV. Silencio contra ruido: una crítica a la modernidad

Thích Nhất Hạnh fue un crítico feroz —aunque suave en las formas— de la civilización contemporánea. No por sus tecnologías, sino por su incapacidad de estar presente. Una sociedad que huye del silencio huye de sí misma.

El ruido constante no es accidental: es una estrategia de evasión. Mientras no nos detenemos, no vemos. Mientras no vemos, no cuestionamos. Mientras no cuestionamos, el sistema funciona.

Desde aquí, la práctica del silencio se vuelve peligrosa. Pensar despacio es subversivo. Respirar conscientemente es negarse a vivir únicamente como engrane.

No porque el silencio tenga respuestas mágicas, sino porque devuelve las preguntas.

V. Ética sin mandato, responsabilidad sin culpa

Una de las aportaciones filosóficas más finas de Thích Nhất Hạnh es su ética sin imperativos. No dice “debes”, dice “mira con atención”. No amenaza con castigos ni promete recompensas. Confía en que ver bien transforma la acción.

Si intersomos, dañar al otro no es inmoral: es absurdo. Si el otro no está fuera de mí, la violencia se vuelve una forma de autoengaño.

Esta ética no se apoya en normas externas, sino en una comprensión profunda de la realidad. Es exigente precisamente porque no ofrece excusas.

VI. Conclusión: una filosofía sin estruendo

Thích Nhất Hạnh no gritó verdades. Susurró evidencias. En un mundo obsesionado con el ruido, propuso la atención. En una época de identidades rígidas, propuso procesos. En una civilización armada hasta los dientes, propuso respirar.

No porque respirar solucione todo, sino porque sin respirar conscientemente no entendemos nada.

Su filosofía no pide adhesión, pide presencia. Y eso, paradójicamente, es lo más difícil.

domingo, 28 de diciembre de 2025


 Blaise Pascal intuyó algo incómodo y profundamente humano: rara vez creemos porque algo sea verdadero; más bien, declaramos verdadero aquello que nos resulta soportable, atractivo o útil para seguir viviendo sin que el mundo se nos venga abajo. La razón llega tarde. Primero desea, luego justifica.

El ser humano no es una máquina de cálculo que evalúa pruebas con frialdad; es una criatura herida, temerosa, anhelante. Antes de preguntarse “¿esto es cierto?”, se pregunta —aunque no lo confiese— “¿puedo vivir con esta idea?”. Las creencias funcionan como prótesis existenciales: sostienen donde duele, ordenan donde hay caos, dan sentido donde hay vacío. Por eso no se eligen como teoremas, sino como refugios.

Pascal lo sabía bien. Él, matemático brillante, comprendió que la razón tiene límites y que más allá de ellos manda otra lógica: la del corazón. No el corazón sentimental, sino el núcleo oscuro donde se mezclan miedo, deseo, orgullo y esperanza. “El corazón tiene razones que la razón no conoce”, escribió, y con ello no exaltó la irracionalidad, sino que denunció la ingenuidad de creer que somos gobernados por la evidencia.

Las pruebas incomodan. Obligan a revisar la imagen que tenemos de nosotros mismos y del mundo. En cambio, lo atractivo seduce: nos confirma, nos acaricia, nos absuelve. Una creencia atractiva no exige demasiado; promete pertenencia, identidad, alivio. Por eso las ideologías más pobres intelectualmente suelen ser las más eficaces emocionalmente. No convencen: consuelan. No explican: tranquilizan.

Creer, muchas veces, es un acto de autopreservación. Cambiar de creencia no es solo cambiar de idea; es cambiar de tribu, de lenguaje, de relato personal. Implica aceptar que quizá estuvimos equivocados, que quizá nuestra indignación era selectiva, que quizá nuestro bando no era el justo. Y eso duele más que cualquier refutación lógica.

Aquí aparece la tragedia pascaliana: somos seres que buscan la verdad, pero también seres que huyen de ella cuando amenaza nuestro equilibrio. Queremos claridad, pero no a cualquier precio. Queremos lucidez, siempre que no nos deje solos.

La pregunta filosófica, entonces, no es solo por qué creemos sin pruebas, sino qué necesidad está siendo alimentada por esa creencia. ¿Qué miedo calma? ¿Qué identidad refuerza? ¿Qué culpa disuelve? Toda creencia es también una confesión encubierta.

Pensar de verdad —pensar con honestidad brutal— exige valentía. Significa estar dispuesto a perder certezas sin garantía de ganar consuelo. Pascal no ofrecía una salida fácil; ofrecía una advertencia: si no reconocemos el papel del deseo en nuestras creencias, nos convertimos en fanáticos que se creen racionales.

Tal vez el primer acto de lucidez no sea encontrar la verdad, sino admitir esto: muchas de nuestras convicciones no nacieron del amor a la evidencia, sino del miedo al vacío. Y aun así, reconocerlo ya es un paso hacia una forma más humilde, más trágica y más humana de pensar.

 Tigre, tigre, que te enciendes en luz

por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?

¿En qué profundidades distantes,
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?

¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
sus mortales terrores dominar?

Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?

Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?

1794

William Blake –  

 Una persona culta no es un diccionario con piernas ni un loro con biblioteca.

Es otra cosa. Más peligrosa. Más bella.
Una persona culta sabe, sí, pero sobre todo sabe que no sabe todo.

Lee para dudar, no para presumir.
Escucha para entender, no para ganar.
No confunde títulos con pensamiento ni datos con sabiduría.

Puede citar a Sócrates… y también reírse de un meme bien hecho.

Porque la cultura no es rigidez: es elasticidad mental.

Una persona culta conecta:
historia con presente, ciencia con ética, arte con calle.
Entiende que un poema puede explicar el mundo
y que un taco en la esquina también es antropología aplicada.

No grita verdades: argumenta.

No desprecia lo popular: lo analiza.

No idolatra autores: los discute.

Y cuando habla, se nota que antes pensó.

Es alguien que ha leído libros, sí,
pero también personas, contextos, silencios.

Alguien que puede cambiar de opinión sin sentir que pierde identidad.

En resumen,

una persona culta no vive acumulando respuestas,
vive afinando preguntas.

Y eso —aunque no dé likes—
es una forma elegante de libertad. 

sábado, 27 de diciembre de 2025

 El síndrome del rico imbécil

En 2007, Gary Rivlin escribió un artículo en el New York Times sobre personas muy exitosas de Silicon Valley. Uno de ellos, Hal Steger, vivía con su mujer en una casa de un millón de dólares con vistas al océano Pacífico. Su patrimonio neto ascendía a 3,5 millones de dólares. Suponiendo una rentabilidad razonable del 5 por ciento, Steger y su mujer estaban en condiciones de coger todo su dinero en efectivo, invertir su capital y disfrutar durante el resto de su vida de unos ingresos pasivos que ascendían a unos 175.000 gloriosos dólares anuales, año tras año. En lugar de eso, escribía Rivlin: «Casi todas las mañanas [Steger] está en su escritorio a las siete. Generalmente trabaja doce horas al día y dedica otras diez horas extras el fin de semana». Steger, que en aquel momento tenía cincuenta y un años, era (un poco) consciente de la ironía : «Sé que habrá gente que lo vea desde fuera y se pregunte por qué alguien como yo trabaja tanto —explicaba a Rivlin—. Pero tener varios millones ya no es como antes, no llegas muy lejos con ellos».[117]Steger probablemente se refería a los efectos corrosivos de la inflación sobre la moneda, pero parecía ignorar de qué manera la riqueza estaba afectando a su propia psique. «Silicon Valley está lleno de lo que podríamos llamar millonarios de clase trabajadora —escribe Rivlin—, gente como el señor Steger que se mata a trabajar y que, para su gran sorpresa, sigue trabajando tan duro como siempre, incluso a pesar de encontrarse entre los pocos más afortunados. Sin embargo, muchos de estos miembros tan exitosos y ambiciosos de la élite digital no se consideran particularmente afortunados, en parte porque están rodeados de personas que son más ricas que ellos, a menudo mucho más».
Después de entrevistar a una serie de ejecutivos para su artículo, Rivlin llegaba a la conclusión de que «los que tienen unos pocos millones de dólares a menudo perciben su riqueza acumulada como minúscula, un reflejo de su modesta posición en la nueva edad dorada, en la que cientos de miles de personas han acumulado fortunas mucho mayores». Otro claro ejemplo era Gary Kremen: con un patrimonio neto de unos diez millones de dólares como fundador de Match.com, Kremen era consciente de la trampa en la que se hallaba, pero aun así no estaba preparado para soltarse: «Aquí todos se fijan en los que están por encima de ellos —explicaba—. Con diez millones no eres nadie». Si no eres nadie con diez millones, ¿cuánto cuesta ser alguien?
Quizás estéis pensando: «Que les jodan a esos tíos y sus aviones privados». Eso está muy bien, pero lo que pasa es que esos tíos ya están jodidos. Se han dejado los cuernos para llegar al lugar donde están —y tienen acceso a más riqueza que el 99,99 por ciento de los seres humanos de la historia—, pero aún no están donde ellos piensan que necesitan estar. Sin que se produzca un cambio fundamental en la forma en que ven sus vidas, nunca alcanzarán sus objetivos, que cada vez son más lejanos
Christopher Ryan 

 "La vida. Ahí estaba la vida, en toda su hermosa y trágica fragilidad, y los que habíamos tenido la suerte de sobrevivir abríamos los brazos para recibirla". 


"El agua de la vida", Sara Gruenas.

Carl Sagan no hablaba del escepticismo como una pose intelectual ni como un gesto de superioridad moral. Lo concebía como una herramienta de supervivencia democrática. Cuando dice que, sin preguntas escépticas, quedamos a merced del siguiente charlatán, está señalando algo más profundo: la renuncia a pensar nos vuelve gobernables por cualquiera que grite con suficiente seguridad.

La historia no está llena de monstruos extraordinarios, sino de personas comunes que dejaron de preguntar. El charlatán no triunfa porque sea brillante, sino porque encuentra un público cansado, temeroso o cómodo. El problema no es que existan vendedores de certezas, sino que haya quienes las compren sin exigir pruebas.

Preguntar es un acto incómodo. Interrogar a quien dice “yo sé” rompe la jerarquía implícita entre el que manda y el que obedece. Por eso el poder —político o religioso— siempre ha tenido una relación tensa con el pensamiento crítico. No teme a la ignorancia; teme a la duda bien formulada. La ignorancia es moldeable. La duda, no.

Desconfiar de la autoridad no significa negar toda autoridad, sino negarle el privilegio de no ser cuestionada. Cuando una figura pública se presenta como incuestionable, cuando su relato se vuelve sagrado, cuando disentir se vuelve traición, el charlatán ya ganó. En ese punto, la verdad deja de ser algo que se busca y se convierte en algo que se impone.

El escepticismo no destruye la verdad: la protege. Solo las ideas frágiles necesitan blindarse contra las preguntas. Las ideas sólidas resisten el examen, la crítica y la duda. Una sociedad que penaliza el cuestionamiento está confesando, sin saberlo, que no confía en lo que dice creer.

Sagan entendía que el pensamiento crítico no es natural; se aprende, se entrena y se defiende. Exige esfuerzo. Es más fácil delegar el juicio, más cómodo repetir consignas, más tranquilizador creer que alguien “ya pensó por nosotros”. Pero ese alivio tiene un costo: la autonomía.

Cuando dejamos de formular preguntas escépticas, no solo cedemos poder político o religioso; cedemos nuestra capacidad de distinguir entre conocimiento y propaganda, entre evidencia y dogma, entre convicción y fanatismo. Y entonces, como advierte Sagan, el siguiente charlatán no necesita ser brillante: solo necesita llegar primero.

El escepticismo no es cinismo. No es negarlo todo. Es una ética del pensamiento: exigir razones antes de obedecer, pruebas antes de creer, argumentos antes de rendirse. En tiempos de ruido, certezas prefabricadas y líderes que se venden como salvadores, dudar no es debilidad. Es resistencia.

 

viernes, 26 de diciembre de 2025


 La frase de Séneca es un bisturí 🗡️: corta la ilusión y deja ver el nervio.

“Estamos más asustados que heridos” señala algo incómodo: la mayoría de nuestro sufrimiento no proviene del golpe real, sino de la anticipación del golpe. No del dolor, sino del miedo al dolor. El miedo multiplica lo posible hasta volverlo insoportable. Antes de que algo ocurra, ya lo vivimos diez veces… y casi siempre en su versión más cruel.

“Sufrimos más de la imaginación que de la realidad” es una acusación directa contra la mente desbocada. La imaginación, que podría ser creadora y liberadora, se convierte en verdugo cuando se alía con la ansiedad. Construye futuros que no existen, catástrofes que no han sucedido, humillaciones que quizá nunca llegarán. La realidad, en cambio, suele ser más sobria, más limitada, incluso más manejable de lo que temíamos.

Séneca —estoico hasta la médula— no niega que exista el dolor. Lo que denuncia es que nos adelantamos a él, lo acumulamos, lo exageramos y lo convertimos en una carga permanente. Vivimos heridos por cosas que aún no nos han tocado. Nos defendemos de guerras imaginarias y llegamos agotados a batallas que quizá no ocurran.

Hay también una dimensión política y social aquí: el miedo es una herramienta de gobierno. Sociedades asustadas aceptan injusticias, renuncian a derechos, toleran desigualdades. Cuando el miedo domina la imaginación colectiva, la realidad deja de ser evaluada con claridad. Se vive reaccionando, no pensando.

La invitación de Séneca es radicalmente simple y profundamente difícil: volver al presente, distinguir lo que es de lo que solo podría ser. No negar los problemas, sino despojarlos del exceso imaginario que los vuelve monstruosos.

En pocas palabras:
no es que no duela la vida,
es que la mente suele doler antes, más tiempo y con mayor crueldad que la vida misma.

 John Donne


Biografía poética (con pulso y latido)

Nació John Donne cuando Dios y el amor
se miraban con recelo,
en una Inglaterra donde rezar
era elegir bando…
y a veces, tumba.

Fue joven como una blasfemia elegante:

ingenioso, carnal,
un acróbata del deseo.
Amó con metáforas afiladas,
comparó besos con mapas,
camas con universos,
y al cuerpo con un argumento irrefutable.
Si el amor no dolía, no valía la pena escribirlo.

Donne fue hereje por herencia

y católico por peligro;
vivió escondiendo la fe
como quien guarda una carta comprometedora
en el bolsillo del alma.
Pensó, dudó, discutió con Dios
como se discute con un viejo amigo
que siempre cree tener la razón.

Luego cayó.
Como caen los intensos:
por amar demasiado y sin permiso.
Se casó en secreto —error glorioso—
y pagó el precio: pobreza, hijos, noches largas
y una cabeza llena de preguntas.

Y entonces ocurrió el giro dramático
(digno de un buen poema):
el poeta del deseo se volvió predicador,
el amante del cuerpo
aprendió el idioma del alma.
Pero ojo:
no dejó de ser poeta.
Solo cambió de incendio.

En sus sermones ardía la muerte,
en sus poemas tardíos
Dios ya no era juez sino vértigo.
La fe no como certeza,
sino como una herida que habla.

Donne escribió sobre la muerte
sin pedirle permiso,

la llamó vecina,
la despojó de solemnidad
y le dijo, con descaro inmortal:
“no eres tan poderosa como crees”.

Murió decano de San Pablo,
sí, respetable al final —qué ironía—,
pero nunca domesticado.
Sigue ahí, siglos después,
recordándonos que pensar duele,
amar complica
y creer no tranquiliza…
pero da un ritmo feroz al lenguaje.

John Donne no escribió versos:

tendió trampas intelectuales
donde aún caemos felices.

 

El Imperio Mongol: El relámpago que incendió el mundo

El Imperio Mongol fue un fenómeno único: surgió desde las estepas frías y abiertas de Asia Central, de un pueblo nómada acostumbrado a la dureza del viento y del silencio, y en apenas unas décadas se convirtió en el imperio contiguo más grande de la historia. Más que expansión, fue una sacudida global: un rayo que, al caer, transformó la tierra.

El surgimiento

A inicios del siglo XIII, los mongoles no eran más que tribus dispersas, rivales y fragmentadas. Hasta que apareció Temüjin, un hombre marcado por la pobreza, la traición y la supervivencia. Su genio consistió en transformar el caos tribal en un ejército disciplinado, unido por lealtad personal y meritocracia.

En 1206, el kurultai lo proclamó Gengis Kan, “gobernante universal”. Nació entonces una idea radical: que un solo líder podía unir a todos los pueblos bajo el cielo. Fue un proyecto no solo político, sino espiritual.

El apogeo

El ejército mongol era una sinfonía de eficacia: jinetes expertos, arqueros que disparaban a galope, estrategias de engaño, movilidad total y una capacidad logística que ningún otro pueblo poseía.

Con esta máquina imparable conquistaron China del norte, destruyeron al Imperio Corasmio, arrasaron ciudades como Bagdad y se adentraron en Europa oriental como un viento oscuro que nadie pudo detener.

Bajo los sucesores de Gengis —Ögedei, Möngke y Kublai— el imperio alcanzó su máxima extensión, desde Corea hasta Europa Central, desde Siberia hasta Persia. Nunca antes ni después un territorio tan vasto estuvo bajo un control tan relativamente coordinado.

Pero el imperio no fue solo destrucción:

  • Establecieron la Pax Mongolica, una red comercial segura que conectó oriente y occidente.
  • Impulsaron el intercambio de tecnologías, ideas, medicinas, animales, alimentos y religiones.
  • Crearon un sistema de mensajería (el yam) y caminos que aceleraron el mundo.

Los mongoles fueron, en cierto sentido, los primeros globalizadores.

Decadencia y caída

Un imperio tan grande no podía sostenerse exclusivamente por la fuerza. Tras la muerte de Möngke Kan (1259), los conflictos sucesorios desataron guerras internas. La unidad se fracturó en cuatro kanatos: Yuan en China, Ilkanato en Persia, Kanato de la Horda Dorada en Rusia y el Kanato de Chagatai en Asia Central.

Cada uno siguió su propio camino y enfrentó sus propias crisis.
La corrupción, las tensiones culturales y la pérdida de disciplina militar hicieron el resto.

En China, la dinastía Yuan de Kublai fue reemplazada por la Ming en 1368.
En Rusia, la Horda Dorada se fragmentó.
El Ilkanato persa colapsó tras la crisis económica y sucesoria.

Así, el imperio que había surgido como una tormenta, desapareció como el humo de una fogata en la estepa.

Legado

El legado mongol es complejo, pero profundo:

  • Aceleraron el intercambio cultural entre Asia y Europa.
  • Facilitaron la expansión de la Ruta de la Seda.
  • Forzaron a las regiones conquistadas a reorganizarse y fortalecerse.
  • Introdujeron nuevas tecnologías militares y administrativas.
  • Crearon, aunque indirectamente, las condiciones para la aparición de imperios posteriores, como el otomano y el ruso.

Su brutalidad no puede romantizarse, pero su impacto civilizatorio tampoco puede negarse.

Reflexión

El Imperio Mongol revela una verdad incómoda sobre la historia: la fuerza puede abrir caminos que la diplomacia nunca soñó, pero no puede sostenerlos. Gengis Kan construyó un imperio imposible, pero sus cimientos estaban hechos de velocidad, miedo y obediencia. Y esos materiales son poderosos, pero no perdurables.

Su historia es un recordatorio de que la grandeza rápida suele ser también la que más rápido se desvanece.

jueves, 25 de diciembre de 2025

 

1. El cerebro humano no fue diseñado para entender la realidad última

Tu mente evolucionó para:

  • no caerte de un barranco,
  • identificar depredadores,
  • reconocer caras,
  • manipular objetos cotidianos.

Nada de eso requiere entender:

  • campos cuánticos,
  • espuma del espacio-tiempo,
  • vacío fluctuante,
  • partículas sin masa,
  • ondas de probabilidad.

Entonces, vemos el mundo como “sólido” porque es funcional.
Es un modo de supervivencia, no una descripción ontológica.

Por eso dices: “no concebimos la no-materia”.
Y es correcto: la mente no tiene neuronas dedicadas para eso.


2. Lo sólido es una ilusión útil

Ejemplo:

Golpeas la mesa.
La sientes dura.

Pero lo que realmente está pasando es:

  • tus electrones repelen los electrones de la mesa
  • la fuerza electromagnética crea una sensación de solidez
  • tu cerebro interpreta eso como “objeto duro”

Pero la mesa es:

  • 99.999999% vacío
  • más vibración que cosa
  • un campo electromagnético organizado.

La solidez es un efecto, no una propiedad fundamental.


3. Nunca concebimos la no-materia… hasta que aparece la física moderna

La física nos revela una realidad que:

  • no es sólida,
  • no es continua,
  • no es intuitiva,
  • no es material en el sentido humano.

Y aun así, funciona, porque describe cómo se comporta el universo.

Cuando se dice:

“Yo pensaba la materia como algo sólido y tangible”

Estás describiendo EXACTAMENTE la percepción humana básica.
Pero la física dice:

“La materia es una forma de energía, y la energía es una forma de organización de los campos.”

No hay cosas.
Hay interacciones.

No hay objetos.
Hay procesos.


4. ¿Hacen trampa?

No.
Lo que pasa es que tú y yo nacimos con una metáfora falsa del mundo:

La materia como “cosas sólidas”.

La ciencia la reemplaza por otra mucho más extraña:

La materia como excitaciones del vacío en campos cuánticos.

Para el cerebro ancestral, eso suena alienígena.
Pero para los instrumentos, la matemática y los experimentos, es lo que ocurre.


5. La verdad brutal

La materia no es sólida.
La solidez es una experiencia.
La realidad profunda es energéticamente vibrante, vacía y probabilística.

Y sí:
no concebimos la no-materia porque no fuimos hechos para eso.

Pero podemos aprender a entenderla conceptualmente, como se aprende un nuevo lenguaje.

 

El sesgo de supervivencia y la ilusión de eficacia

Solo recordamos los pocos casos en que la oración “parece funcionar”, ignorando los millones de fracasos.

Las historias de milagros aislados son altamente memorables, mientras que los millones de personas que no reciben respuesta permanecen invisibles. Este fenómeno se llama sesgo de supervivencia y explica por qué la oración mantiene su reputación de eficacia sin evidencia objetiva. La mente humana busca patrones y causalidad, construyendo narrativa de éxito incluso cuando no hay relación directa.

Ejemplo:

  • Se reporta con frecuencia que “la oración salvó a un enfermo terminal”, pero no se habla de los cientos de otros enfermos que no sobrevivieron pese a oraciones similares.
  • Este mismo principio explica la creencia en “historias de éxito” en loterías, negocios y deportes, aunque sean extremadamente raras.

Bibliografía sugerida:

  • Taleb, N. N. (2007). The Black Swan: The Impact of the Highly Improbable. Random House.
  • Kahneman, D. (2011). Thinking, Fast and Slow. Farrar, Straus and Giroux.


 Loris Malaguzzi fue un pedagogo italiano que miró a la infancia y no vio “futuros adultos”, sino mentes completas en presente, con hambre de mundo y derecho a preguntar por qué el cielo no se cae.

Nacido en 1920, Malaguzzi encendió la mecha del enfoque Reggio Emilia, una revolución educativa nacida entre ruinas de posguerra y levantada con ladrillos de curiosidad. 

Su idea era simple y radical (las mejores lo son): 
los niños aprenden mejor cuando son escuchados.
No domesticados. 
No alineados. 
Escuchados.

Creía que el niño tiene cien lenguajes
—palabras, dibujos, juego, silencio, movimiento— y que la escuela tradicional se empeña en robarle noventa y nueve. 
Spoiler: Malaguzzi no estaba de acuerdo. 
Para él, el aula era un laboratorio poético, el docente un co-investigador, y el error, un maestro con paciencia.

Su legado no es un método enlatado, sino una ética: confiar en la inteligencia infantil, diseñar espacios que inviten a pensar y entender la educación como un acto político suave pero obstinado. 

En pocas palabras: menos obediencia, más asombro.

Malaguzzi nos susurra desde el pizarrón: si no dejamos hablar a la infancia, el mundo aprende a tartamudear. Y vaya que hoy lo notamos. 

 

La Biblioteca Oscura 

Gobineau y el “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”: el origen fino del veneno grueso

Hay libros que son como dinamita intelectual: pueden volar siglos enteros de convivencia humana. Uno de ellos nació envuelto en elegancia aristocrática y prosa francesa, pero por dentro llevaba un artefacto ideológico que incendiaría continentes: Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853–1855), de Joseph Arthur de Gobineau.

Gobineau era un aristócrata francés convencido de que el mundo se estaba yendo al carajo. Pero, como todo buen reaccionario del siglo XIX, no buscó las causas en la injusticia, la pobreza o la explotación —no. El problema, según él, era “la mezcla racial”, la supuesta degeneración de las “razas superiores” al mezclarse con las “inferiores”.

Así, con pluma elegante, Gobineau construyó una teoría pseudocientífica que afirmaba tres cosas:

  1. Que las razas humanas son jerárquicas, con los “arios” en la cúspide.
  2. Que la mezcla de razas destruye la civilización.
  3. Que la caída de los imperios es culpa del mestizaje.

Era racismo envuelto en encaje. Un racismo de salón, con copa de vino, frases afrancesadas y ese tono seguro de quien nunca ha plantado un árbol ni trabajado en su vida, pero se siente autorizado para explicar el mundo entero.

Lo más grave es que su teoría, nacida del resentimiento de una aristocracia decadente, se transformó en un manual para futuros supremacistas. Gobineau fue leído con entusiasmo enfermizo por grupos racistas en Europa, por teóricos del colonialismo, por ideólogos de la segregación y, décadas después, reinterpretado para alimentar el nazismo. Hitler lo devoró, y aunque no lo citaba mucho, absorbió su núcleo conceptual: la “pureza racial” como motor de la historia.

Lo irónico es que, en términos científicos, Gobineau siempre estuvo completamente equivocado. Su libro fue demolido por la antropología moderna, por la genética, por la biología, por todo. Y aun así, su fantasma sigue vivo. Cuando escuchas hoy el discurso del “Gran Reemplazo”, de la “defensa de Occidente”, de la supuesta amenaza del mestizaje… estás oyendo la voz de Gobineau desde el siglo XIX, disfrazada con memes, gráficos fraudulentos y youtubers histéricos.

Ese es el problema de las malas ideas: incluso cuando mueren, se niegan a abandonar el mundo. Y cuando son escritas con autoridad y retórica convincente, pueden sobrevivir más que sus autores.

Gobineau creyó que había descubierto una ley de la historia. En realidad había escrito un espejo de sus miedos y prejuicios. Pero ese espejo, por desgracia, fue levantado por manos poderosas, y millones se vieron reflejados en él.

Y lo mejor de Gobineau, es que inventó el racismo “científico” sin saber nada de ciencia. ¡Eso sí es talento!
Es como si escribiera un libro diciendo que los elefantes vuelan porque me lo dijo un primo borracho —pero lo hago en francés elegante, lo imprimo con pasta dura y de pronto ya soy un experto mundial.

Lo más gracioso es que este tipo de teorías solo necesitan dos ingredientes para triunfar:

  1. Gente con miedo.
  2. Gente que no lee más de dos párrafos antes de aplaudir.

Y el mundo está lleno de ambos.

Si Gobineau viviera hoy, tendría un canal de YouTube con millones de seguidores explicando “la verdad que los progres no quieren que sepas”, mientras vende suplementos para “mejorar la pureza genética”. Porque si algo nos enseña la historia es que la estupidez humana no solo es hereditaria… ¡también es viral!


 

“Sé tú mismo”: la frase más cómoda jamás vendida

“Sé tú mismo”.
Qué frase tan bonita. Tan redonda. Tan vacía.
Es el equivalente filosófico a decirle a alguien que se está ahogando: “respira”.

Todo el mundo la repite como si fuera una verdad profunda, cuando en realidad es una frase perezosa, una consigna que suena sabia porque no exige pensar. Nadie te explica quién eres, cómo se supone que debes serlo, ni qué haces si no te gusta eso que descubres cuando miras con honestidad.

“¿Ser tú mismo… cuál versión? ¿La de lunes por la mañana o la de las tres de la mañana cuando te odias?”

El problema metafísico: ¿quién carajos soy?

“Sé tú mismo” presupone que existe un yo auténtico, puro, estable, esperando ser descubierto como una reliquia sagrada.
Pero cuando rascas un poco, lo único que encuentras es:

  • historia,

  • miedo,

  • trauma,

  • deseo,

  • contradicción,

  • y una enorme cantidad de improvisación mal disimulada.

No hay un “yo verdadero” esperando salir del clóset.
Hay un proceso, un caos en movimiento.

La frase vende la idea de que ya eres algo y solo tienes que “expresarlo”. Mentira cómoda.
Lo que somos se hace, no se revela.

La trampa psicológica: “ya soy así”

“Sé tú mismo” suele convertirse en la coartada perfecta para no cambiar:

  • “Yo soy así”

  • “Es mi personalidad”

  • “No voy a fingir”

No es autenticidad.
Es pereza existencial.

Si eres cruel y dices “soy así”, no eres auténtico: eres irresponsable.
Si eres ignorante y lo llamas “mi forma de ser”, no eres honesto: estás blindando tu mediocridad.

La frase no libera: anestesia.

“Alguien sabe quién es… y no quiere serlo”

Aquí está la verdad incómoda que nadie imprime en tazas.

Muchas personas sí saben quiénes son, pero:

  • no les gusta,

  • les da miedo,

  • o implica asumir costos.

Saben que son cobardes, pero quieren verse valientes.
Saben que son conformistas, pero se dicen “realistas”.
Saben que viven vidas pequeñas, pero las llaman “tranquilas”.

No es ignorancia.
Es mala fe, como diría Sartre.

¿Soy o estoy siendo?

Esta es la pregunta que destruye la frase completa.

No somos algo fijo.
Estamos siendo.

Cada decisión te construye y te desmiente al mismo tiempo.
Hoy actúas con coraje, mañana con miedo.
Hoy dices la verdad, mañana te escondes.

El “yo” no es una estatua: es una obra en demolición constante.

Por eso “sé tú mismo” falla:
no hay un “tú” previo al acto.

¿Y si no quiero ser quien soy?

Bienvenido al club humano.

No puedes no ser, pero sí puedes:

  • huir,

  • mentirte,

  • o transformarte.

Negarte también es una forma de ser, solo que una forma miserable.
No elegir ya es elegir.
No cambiar ya es una decisión.

Aquí no hay frases bonitas.
Hay responsabilidad.

La versión honesta (y menos vendible)

“sé tú mismo”, sonaría más o menos así:

  • “Deja de mentirte.”

  • “Hazte cargo de lo que eliges.”

  • “Cambia o acepta el precio.”

  • “No te escondas detrás de eslóganes.”

Eso no vende libros de autoayuda.
Pero despierta.

Cierre

“Sé tú mismo” tranquiliza conciencias.
Pero no libera a nadie.

La libertad empieza cuando aceptas que:

  • no hay esencia,

  • no hay yo puro,

  • no hay garantía,

  • solo hay decisiones incómodas.

No eres algo terminado.
Estás siendo.

Y eso da miedo.

“El miedo es la señal de que estás creciendo… o de que estás despertando.”

Y despertar nunca ha sido cómodo.

 ¿Sueñan los lectores con ensayos eléctricos?

Un descenso controlado al universo de Philip K. Dick

Hay escritores que crean mundos. Y hay otros —pocos, peligrosos— que los derriban para ver qué hay debajo. Philip K. Dick fue de esos últimos. No inventó futuros: los recordó antes de que ocurrieran. Mientras sus contemporáneos soñaban con cohetes plateados y robots obedientes, él se preguntaba si la conciencia humana sobreviviría a tanto plástico, tanta mentira, tanto simulacro.

En Dick, la paranoia no es enfermedad: es instinto de supervivencia. Sus personajes dudan de todo: de la memoria, de su identidad, de la materia misma que los rodea. Y con razón. Porque en su universo —que también es el nuestro— la realidad se comporta como un programa defectuoso, un videojuego sin parche final.
Cada objeto vibra, cada sombra parpadea, cada verdad se actualiza con errores de sistema.

“La realidad es aquello que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece”, escribió.
Pero ¿qué pasa si lo que no desaparece tampoco es real, sino una proyección más persistente del engaño?

El mundo de Dick es un espejo empañado por la respiración de los dioses del consumo. Corporaciones, gobiernos, inteligencias artificiales: todos vendiendo versiones mejoradas del mismo sueño barato. En Ubik, la muerte y la publicidad se mezclan como dos lenguajes que ya no pueden distinguirse. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, los humanos buscan ser reales con la misma desesperación con que los androides buscan tener alma. Nadie gana. Nadie despierta.

Dick entendió —antes que Baudrillard, antes que Silicon Valley— que el futuro sería un mercado de percepciones. Que la verdad no sería abolida, sino subcontratada. Que el individuo viviría rodeado de pantallas, datos, voces sintéticas y realidades tan personalizadas que ya no haría falta mentirle: bastaría con darle su propia versión de la mentira.

Por eso su escritura es nerviosa, profética, casi febril. No se lee: se sintoniza, como una frecuencia pirata que interrumpe la transmisión oficial del mundo.
Y al final, uno se queda con la sospecha más terrible: que no fue Dick quien escribió sobre nosotros, sino nosotros quienes nos convertimos en sus personajes.

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