jueves, 13 de agosto de 2020

Winston Churchill

Las incursiones aéreas eran algo tan común en la vida de Londres durante la Segunda Guerra Mundial que muchos londinenses se volvieron, si no del todo indiferentes al peligro que suponían, sí al menos bastante despreocupados. El primer ministro Winston Churchill, hombre de ánimo templado que había afrontado con frecuencia el fuego enemigo en sus años en el ejército, era tan belicoso como cualquiera en la capital, y estaba incluso menos dispuesto que la mayoría a permitir que lo inquietasen las bombas de Hitler. En cualquier caso, se suponía que encarnaba la inflexible resistencia de Gran Bretaña ante el enemigo, y se tomaba muy en serio su papel; pero cuando su voz interior le dijo que el peligro era real e inminente, la escuchó y —figuradamente, por supuesto— saltó en busca del escondite con toda presteza. Una noche estaba reunido con tres ministros de su Gabinete en el 10 de Downing Street, la residencia tradicional del primer ministro, en Londres. La ciudad se hallaba en pleno ataque aéreo, pero no se había permitido que eso interrumpiese su cena. De pronto Churchill abandonó la mesa y fue a la cocina, donde se atareaban la cocinera y una doncella. En una de las paredes había un gran ventanal. Dijo al mayordomo que pusiera la comida en una charola caliente en el comedor, y ordenó al personal de servicio que fuera inmediatamente al refugio. Después volvió junto a sus invitados. Tres minutos más tarde cayó una bomba detrás de la casa y destruyó por completo la cocina, pero el primer ministro y sus invitados resultaron milagrosamente ilesos. Uno de los medios de que Churchill se valía para impartir confianza era visitar personalmente las baterías antiaéreas durante los ataques nocturnos. En una ocasión, tras contemplar durante un rato a los artilleros en acción, volvió a su coche, quizá con la intención de visitar otras dos o tres dotaciones antes del amanecer. La puerta del lado donde solía viajar permanecía abierta para él, pero por una vez la ignoró, dio la vuelta al coche, abrió la otra puerta y entró. Pocos minutos más tarde, mientras rodaban por las calles en tinieblas, explotó cerca una bomba que levantó el automóvil y lo desplazó peligrosamente sobre dos ruedas, a punto de volcar. No obstante, por fin se enderezó y continuó su camino. "Debe de haber sido el peso de mis carnes sobre ese lado el que lo hizo bajar", diría más tarde Churchill. Cuando su mujer le preguntó por su escaramuza con la muerte, al principio dijo que no sabía por qué en esa ocasión había elegido deliberadamente el otro lado del coche. Pero después añadió: "La verdad es que sí lo sé. Algo dijo ' ;Alto!' antes de que yo llegase a la puerta que me esperaba abierta. Entonces me pareció que me decían que debía abrir la puerta del otro lado, entrar y sentarme allí, y eso es lo que hice." 
( The Unexplained: Mysteries of Mind Space and Time, Vol. 2, No. 14)

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