Recuerdo una tarde que estaba sentado en la escalera de nuestro monasterio de Nepal. Las lluvias monzónicas habían convertido el terreno circundante en una extensión de agua fangosa y habíamos dispuesto ladrillos para poder desplazamos. Una amiga contempló la escena con cara de asco y empezó a cruzar el barrizal refunfuñando cada vez que pasaba de un ladrillo a otro. Cuando llegó donde yo estaba, exclamó, alzando los ojos al cielo: Puaf! ... ¿Te imaginas si llego a caer en ese lodazal? ¡En este país está todo tan sucio!* Conociéndola. preferi asentir prudentemente, esperando que mi simpatía muda le ofreciera algún consuelo. Al cabo de un momento, otra amiga, Raphaele, apareció en la entrada de la charca. Me hizo un gesto de saludo y comenzó a saltar de ladrillo en ladrillo canturreando. <¡Qué divertido! -exclamó, con los ojos chispeantes de alegría, al aterrizar en tierra firme-. Lo bueno que tiene el monzón es que no hay polvo. Dos personas, dos visiones de las cosas; seis mil millones de seres humanos, seis mil millones de mundos.
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