lunes, 10 de agosto de 2020

Elizabeth Gilbert

 TOP 25 QUOTES BY ELIZABETH GILBERT (of 633) | A-Z Quotes

Comenzó con un chico que conocí en un campamento de verano y terminó con el hombre por el cual dejé a mi primer esposo. Entre ellos, navegué de enredo amoroso en enredo amoroso —docenas de ellos— sin siquiera un día de descanso entre cada romance. Podrían haberme llamado una monógama serial, excepto que nunca fui exactamente monógama. A veces el principio de una relación coincidía con los últimos días de la otra, y esos momentos siempre estaban marcados por una teatralidad agotadora; discusiones entre sollozos, confrontaciones vergonzosas y corazones rotos. Aún así, continué haciéndolo.


No puedo decir que siempre buscaba un hombre mejor. A menudo cambiaba hombres buenos por malos; el carácter no me importaba mucho. Tampoco buscaba amor precisamente, sin importar lo que podría haber dicho en ese momento. Ni siquiera puedo decir que era el sexo. Para mi, el sexo solo era un vehículo, un portal al éxtasis mucho mayor que realmente buscaba: la seducción.

La seducción es el arte de obligar a alguien a desearte, de manipular los anhelos de otra persona para satisfacer tus propios apetitos. La seducción nunca fue un deporte casual para mí, era más como planear un asalto; una avalancha de adrenalina urgente. Solía planear mis movimientos durante meses, escogía al blanco y buscaba entradas no vigiladas. Luego me metía en su bóveda más profunda, robaba todo su dinero emocional y lo gastaba en mí misma.


Si el hombre ya estaba en una relación seria, sabía que no necesitaba ser más linda o mejor que su novia; solo necesitaba ser diferente (lo novedoso no siempre gana frente a lo conocido, pero casi siempre sí lo hace). El truco era estudiar a la otra mujer y convertirme en su opuesto, y asi posicionarme como una llamativa alternativa a la vida cotidiana de este hombre.


Pronto, y sin falta, comenzaba a ver que la forma en que ese hombre me miraba pasaba de indiferencia a amistad, y luego a deseo genuino. Eso era lo que perseguía: la sensación tipo telequinesis de atraer y monopolizar toda su atención. Mi sentimiento de culpa con respecto a la otra mujer nunca superaba la embriagante certeza de que al otro lado de la ciudad, alguien no podía dormir porque estaba pensando en mí. Si necesitaba escabullirse de su casa a medianoche para poder llamarme, aún mejor. Eso era poder, pero también era confirmación; yo era un tesoro irresistible para alguien. Me encantaba esa sensación, y la necesitaba; siempre.


Quizás, eventualmente, lograba conquistar al hombre. Pero con el tiempo (y no mucho), su insaciable fascinación por mí se desvanecía mientras su atención volvía a sus asuntos cotidianos. Esto siempre me hacía sentir abandonada e invisible; un amor así no era suficiente para mí. Y entonces sí, tan pronto como podía, comenzaba a seducir a alguien más. Me convertía, una vez más, en una mujer completamente diferente, para atraer a un hombre completamente diferente.

Estos episodios de transformación me salían caros. Perdía peso, sueño, dignidad, claridad. Como todo el que ha visto una película de hombres-lobo sabe, la transmutación es agónica y aterrorizante pero una vez que ese proceso ha comenzado —una vez aparece esa luna llena— no se puede revertir. Lograba aguantar estos dolorosos episodios asegurándome a mí misma: “Esta es la última vez. Este es el hombre”.


Si en ese entonces me hubieran preguntado cómo me definía, tal vez habría dicho que era una romántica empedernida. Si me hubiera visto realmente contra la pared, podría haber argumentado que era una feminista revolucionaria al mando de mi propia sexualidad y sin avergonzarme. Era Rodolphe Boulanger, nunca la patética Emma Bovary.


En mis veintes, me casé, pero ni siquiera el matrimonio me detuvo. Como era de esperarse, comencé a sentirme inquieta y sola. Pronto seduje a alguien nuevo. El matrimonio colapsó. Pero fue aún peor. Antes de que mi divorcio estuviera finalizado, ya estaba rompiendo con el tipo por el cual había acabado mi matrimonio. Sabes que tienes problemas de intimidad cuando, en unos pocos meses, visitas a dos consejeros de parejas completamente diferentes con dos hombres completamente diferentes, para hablar sobre dos tormentas emocionales completamente diferentes. Tratar de seguir el hilo de mis varias historias (¿Con quién es que estoy enojada? ¿Quién está enojado conmigo? ¿De quién es esta oficina?) me hacía temblar las manos y me daba dolores de cabeza.


En nuestra última sesión de terapia, mi casi ex novio y yo discutimos con rencor. Volví a casa llorando, solo para encontrar una cadena de angustiantes mensajes de mi abogado de divorcios; en ese frente también había solo fracasos. Luego hice algo inusual; no tomé el teléfono para llamar a otro hombre. En cambio, me pregunté: “¿Qué estás haciendo con tu vida?”.


Por primera vez, me obligué a admitir que tenía un problema. De hecho, que yo era el problema. Jugar con las emociones más vulnerables de otras personas no me convertía en una romántica; solo me convertía en una timadora. Mentir y ser infiel no me hacían una mujer progesista; solo me hacían una cobarde necesitada. Robar los novios de otras mujeres no me convertía en una feminista revolucionaria; solo me convertía en una amenaza. Sentí verguenza. Pero una vez que lo entendí, lo interioricé; la única manera de eliminar un comportamiento destructivo es dejar de hacerlo.


Pasé los seis meses siguientes en celibato y seria, hablando con un buen terapeuta,para entender si yo realmente existía aún cuando no estaba en la apasionada mira de alguien más. Luego, una tarde, me encontré con un tipo que me gustaba. Dimos una larga caminata por el parque. Coqueteé. Reí. Fue lindo. Eventualmente, él dijo: “¿Te gustaría venir a mi apartamento?”.


¡Sí! Dios mío, ¡qué ganas tenía de desenvolver a este hombre como a un regalo de navidad!


Pero al mismo tiempo, no quería; apenas estaba comenzando a recobrar la compostura y tenía miedo de arruinarlo.


Indecisa, probé algo totalmente nuevo. Dije: “¿Te importa si me tomo un momento para pensarlo?”.


“No hay problema”, dijo.


Nos sentamos en un banco del parque, y me quedé muy callada, visualizando todos los resultados imaginables de esta decisión. El hombre sacó una revista de su mochila y comenzó a leer, solo para pasar el tiempo. Esto ayudó, de hecho, pues demostró la ausencia de una desesperación sofocante. Esto no era seducción; se trataba simplemente de dos adultos serios, a punto de decidir si querían comenzar una relación.


Dije: “¿Sabes qué? No creo estar lista para esto”.


Él dijo: “No hay problema. Vamos por un helado”.


Pasamos un agradable rato juntos, y luego nos despedimos. Me fui sola pero tranquila. Y allí fue cuando comprendí que la mejor parte de mi vida ya había comenzado.

https://www.nytimes.com/es/2015/10/22/espanol/opinion/confesiones-de-una-adicta-a-la-seduccion.html

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