domingo, 2 de agosto de 2020

Felipe Ángeles


Nada pudo evitar que se encontrara con la muerte en Chihuahua, en noviembre de 1919. El incansable general había sido capturado en el cerro de las Moras por las fuerzas carrancistas y, trasladado a la capital del estado, esperaba la muerte revestida de legalidad. 
Ante la adversidad, el general Felipe Ángeles se veía sereno. No tenía miedo de entregar su vida, pero le provocaba profunda tristeza su familia, llevaba tiempo sin recibir noticias suyas. 
Los orígenes de un extraordinario general: Felipe Ángeles ...
El general tuvo una historia de amor marcada por el olor a pólvora. Felipe Ángeles estaba profundamente enamorado de Clara Kraus; habían contraído nupcias el 25 de noviembre de 1896, cuando la pax porfiriana era un hecho consumado en el país; tiempos en que la apuesta por el futuro parecía asegurada. 
Algo de romanticismo asomaba en su historia. Frente al carácter melancólico, reflexivo y discreto de Ángeles, resaltaba el temperamento alegre y dulce de Clara. “Amor” le llamaba el general y al mirarla se llenaban sus ojos y su semblante taciturno se transformaba. 
“Doña Clarita era una mujer cuya gracia y belleza habrían llamado la atención en cualquier parte –escribió Rosa King la dueña del hotel Bella Vista de Cuernavaca quien la conoció en 1912-. Su padre era alemán, y la hermana heredó su carácter cortés y sosegado, pero la señora Ángeles salió como su madre: mexicana por los cuatro costados, tenía el negro cabello sedoso y rizado y espléndidos ojos negros”. 
La revolución se llevó entre las patas a familias enteras. Como muchas otras mujeres que transitaron por los terribles años del movimiento armado, Clara aprendió a ser valiente para soportar la angustia que le provocaba saber que su marido se encontraba en el frente de batalla. 
Y, sin embargo, tuvieron tiempo para tener cuatro hijos: Alberto, Isabela, y los gemelos Julio y Felipe. Pero no era momento para el amor y desde 1912, Ángeles anduvo en pie de guerra. Con la caída de Madero en 1913, el general envió a su familia a Estados Unidos y Clara, acompañada de sus hijos se estableció en Boston y luego en El Paso, Texas, a donde llegó el general en la segunda mitad de 1915, luego de la derrota definitiva del villismo en los campos del Bajío. 
Ángeles y su familia compartieron los sinsabores del destierro mientras el general se perdía en su propio idealismo que lo llevó a regresar a México en diciembre de 1918, dispuesto a lanzarse a una última y fallida cruzada a favor de la concordia y la paz, cuando el único lenguaje seguía siendo el de la violencia. 
La noticia de su captura -que corrió como reguero de pólvora-, llegó a oídos de su familia y pronto recibió un telegrama de Alberto, su hijo mayor, a quien respondió: “Estoy contento. Sé amante y cariñoso con tu madre. Eres el mayor de mis hijos y debes velar por ella y por tus hermanos. Se siempre un ciudadano patriota, honrado y celoso en el cumplimiento de tus deberes, y procura que lo sean también tus hermanos. Reciban todos cariñosos besos de tu padre”. 
El juicio se llevó a cabo el 25 de noviembre de 1919 -curiosamente cuando Felipe y Clara cumplían 23 años de casados-. Luego de 16 horas, el general fue condenado a ser pasado por las armas a las 6 de la mañana del día siguiente. Clara desconocía el destino que le deparaba a su esposo. Su salud estaba quebrantada y agonizaba lentamente; tanto Alberto como Isabela –sus hijos-, decidieron no comunicarle la suerte de su padre, porque la impresión podría acelerar su tránsito mortuorio. 
Ángeles también desconocía el estado de salud de Clara y suponiendo que se encontraba bien, pidió papel y pluma para escribirle unas letras. Los últimos pensamientos de su mente serían para la compañera de toda su vida y con la serenidad que lo caracterizaba le entregó su corazón aún antes de morir: 
“Adorada Clarita: Estoy acostado descansando dulcemente. Oigo murmurar la voz piadosa de algunos amigos que me acompañan en mis últimas horas. Mi espíritu se encuentra en sí mismo y pienso con afecto intensísimo en ti. Tengo la más firme esperanza de que mis hijos serán amantísimos para ti y para su patria. Diles que los últimos instantes de mi vida los dedicaré al recuerdo de ustedes y les enviaré un ardientísimo beso. Desde que me separé de ti, en diciembre del año pasado, he pensado en ustedes, siempre que mi espíritu se ha reconcentrado en sí mismo. He tenido hasta ahora ternura y amor infinitos por la humanidad y para todos los seres del universo; desde este instante mi ternura, mi amor y mi recuerdo serán para ti y para nuestros cuatro hijos”. 
Consciente de su agonía, Clara también pidió papel y pluma para escribirle una última carta. Le entregaba su amor una última vez. Moría bajo la fe de Cristo y lamentaba dejar a un hombre viudo y a sus hijos huérfanos. Esperaba reencontrarse con su amor en un futuro lejano, en un lugar donde no existía el tiempo. Terminó de escribir, entregó la carta y pidió que se la hicieran llegar al general a cualquier lugar donde se encontrara. Ninguna de las dos cartas llegó a su destino. 
Minutos antes de las seis de la mañana del 26 de noviembre de 1919, le comunicaron al general que había llegado la hora. Y “con el espíritu en sí mismo” caminó con firmeza hasta el lugar de la ejecución y en medio del silencio sepulcral recibió la muerte. El 8 de diciembre siguiente, Clara falleció sin saber que sus líneas jamás fueron leídas por su amado Felipe, quien ya le esperaba en el lugar que solamente la fe puede abrir.

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