Mi padre no sólo leía novelas y obras de teatro, también le gustaba leer historias y la Santa Biblia; luego se quedaba meditando lo que había leído; pero mi madre no le entendía, cuando él le comentaba algo, y por eso se iba encerrando cada vez más en sí mismo. Un día cerró la Biblia diciendo: «Cristo ha sido un hombre como nosotros, pero un hombre singular». Mi madre se horrorizó de estas palabras y se echó a llorar. Yo, espantado, rogué a Dios que perdonara a mi padre por esa horrible blasfemia. «No hay otro diablo que el que llevamos en nuestro propio corazón», le oía decir a mi padre y temía por su alma. Una mañana que se despertó con tres rasguños en el brazo, debidos probablemente a algún clavo de la cama, yo estaba convencido como mi madre y las vecinas de que era el diablo que había estado allí por la noche para demostrarle su existencia. Mi padre no se trataba casi con nadie; prefería pasar el tiempo libre a solas o conmigo en el bosque.
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