Aunque todas las personas intentan de uno u otro modo ser felices, hay una gran distancia entre la aspiración y la realización. Ése es el drama de los seres vivos. Temen la desgracia, pero corren hacia ella. Quieren la felicidad, pero le dan la espalda. Los propios medios para paliar el sufrimiento a menudo sirven para alimentarlo. ¿Cómo es posible que se produzca ese trágico engaño? Porque no sabemos lo que hay que hacer. Cometemos la torpeza de buscar la felicidad fuera de nosotros, cuando es esencialmente un estado interior. Si se originase en el exterior, siempre estaría fuera de nuestro alcance. Nuestros deseos son ilimitados, y nuestro control del mundo, restringido, temporal y casi siempre ilusorio. Tejemos vínculos de amistad, formamos una familia, vivimos en sociedad, logramos mejorar las condiciones materiales de nuestra existencia ... ¿Basta eso para definir la felicidad? No. Se puede ser muy desdichado teniéndolo. aparentemente, todo para ser feliz», y a la inversa, permanecer sereno en la adversidad. Es muy ingenuo creer que las condiciones externas garantizarán por sí solas la felicidad. Despertar de ese sueño puede resultar muy doloroso. Como decía el Dalai Lama: <Si alguien que se instala en un piso de lujo, en la planta cien de un edificio completamente nuevo, no es feliz, lo único que buscará es una ventana por la que tirarse*.' ¿Acaso no se ha repetido bastante que el dinero no da la felicidad, que el poder corrompe a los más honrados, que los donjuanes terminan hastiados de sus conquistas y que la fama acaba con el menor rastro de vida privada? El fracaso, la mina, la separación, la enfermedad y la muerte están en todo momento dispuestos a reducir a cenizas nuestro pequeño rincón de paraíso.
No dudamos en estudiar durante quince años, en formamos profesionalmente a veces durante varios años más, en hacer gimnasia para mantenemos sanos, en pasar gran parte de nuestro tiempo mejorando nuestro confort, nuestras riquezas y nuestra posición social. A todo eso dedicamos muchos esfuerzos. ¿Por qué dedicamos tan pocos a mejorar nuestra situación interior? ¿No es ella la que determina la calidad de nuestra vida? ¿Qué extraño temor, indecisión o inercia nos impide mirar dentro de nosotros, tratar de comprender la naturaleza profunda de la alegría y de la tristeza, del deseo y del odio? Se impone el miedo a lo desconocido. y la audacia de explorar el mundo inrerior se detiene en la frontera de nuestra mente. Un astrónomo japonés me dijo un dia: Hace falta mucho valor para mirar dentro de uno mismo*. Esta observación de un sabio en la plenitud de la madurez, de una mente estable y abierta,me intrigó. ¿Por qué semejante indecisión ante una búsqueda que resulta tremendamente apasionante? Como decía Marco Aurelio: mira dentro de ti; ahí es donde está la fuente inagotable del bien*.' Sin embargo, cuando, desamparados frente a ciertos sufrimientos interiores, no sabemos cómo aliviarlos, nuestra reacción instintiva es volvernos hacia el exterior. Nos pasamos la vida chapuceando* soluciones improvisadas, intentando reunir las condiciones adecuadas para hacemos felices. Con ayuda de la fuerza de la costumbre, esa manera de funcionar se convierte en la norma, y el ¡así es la vida!^ en la divisa. Aunque la esperanza de encontrar un bienestar temporal a veces se ve coronada por el éxito, lo cierto es que nunca es posible controlar las circunstancias externas en términos de cantidad, de calidad y de duración. Esto es aplicable a casi todas las esferas de la existencia: amor, familia, salud, riqueza, poder, confort, placeres. Mi amigo el filósofo norteamericano Alan Wallace escribe: Si apuesta que será feliz encontrando el cónyuge perfecto, poseyendo un bonito coche, una gran casa, la mejor póliza de seguros, una reputación intachable y una situación envidiable, si son ésas sus prioridades, también debe esperar de todo corazón que le toque el primer premio en la lotería de la existencia. Si nos pasamos el tiempo tratando de llenar toneles agujereados, descuidamos los métodos y, sobre todo, la manera de ser que permiten descubrir la felicidad en nuestro interior. El principal culpable es nuestra visión confusa de la dinámica de la felicidad y del sufrimiento. Nadie discute que es panicularmente deseable vivir mucho y gozando de buena salud, en libertad, en un país donde reine la paz y se respete la justicia, amar y ser amado, contar con medios de subsistencia suficientes, poder viajar por el mundo, contribuir lo máximo posible al bienestar de los demás y proteger el medio ambiente. Estudios sociológicos realizados con poblaciones enteras muestran claramente (más adelante volveremos sobre esta cuestión) que los seres humanos aprecian más su calidad de vida en tales condiciones. ¿Quién desearía lo contrario? Pero, situando todas nuestras esperanzas fuera de nosotros, no podemos por menos de sentimos decepcionados. Cuando esperamos, por ejemplo, que las riquezas nos hagan más felices, nos esforzamos en adquirirlas; una vez adquiridas, estamos constantemente preocupados por la manera de hacerlas fructificar, y si acabamos por perderlas, sufrimos. Un amigo de Hong Kong me dijo un día que se había prometido amasar un millón de dólares y dejar de trabajar para disfrutar de la vida y de este modo encontrar la felicidad. Diez años más tarde, poseía no uno sino tres millones de dólares. ¿Y la felicidad? Su respuesta fue breve y concisa: <He perdido diez anos de mi vida.
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