El decimosegundo año de mi vida fue para mí realmente el año del destino. Una vez, a principios del verano de 1889, me encontraba yo a las doce, después de salir de la escuela, en la Münsterplatz, esperando a un compañero con quien recorríamos juntos un trecho de mi camino. Repentinamente recibí un empujón de otro muchacho que me echó por los suelos. Caí y di con la cabeza en el bordillo de la acera; el golpe me dejó aturdido. Permanecí una media hora como atontado. En el momento de recibir el golpe me cruzó un pensamiento como un rayo: ¡Ahora no tendrás que ir más a la escuela! Estaba sólo semiinconsciente y permanecí tendido algunos instantes más de lo necesario, principalmente a causa del sentimiento de venganza contra mi pérfido agresor. Luego me recogió la gente y me dejaron en la cercana casa de dos viejas tías solteras. A partir de entonces empezaron a manifestarse desmayos y mareos cada vez que tenía que ir a la escuela o cuando mis padres me alentaban a realizar las tareas escolares. Durante más de medio año dejé de asistir a la escuela y esto me vino «de perilla». Podía ser libre, soñar durante largas horas, estar junto al río en los bosques, o dibujar. Pintaba escenas de guerra o antiguas fortalezas que eran atacadas o incendiadas, o llenaba páginas enteras de caricaturas. (Todavía hoy se me aparecen a veces tales caricaturas en algunas ocasiones antes de dormirme: irónicas figuras grotescas que se transforman sin cesar. A veces eran rostros de hombres que conocía y que murieron poco después.) Pero principalmente pude profundizar en el mundo de lo enigmático. A él pertenecían los árboles, el río, el pantano, las piedras, los animales y la biblioteca de mi padre. Todo resultaba maravilloso. Pero cada vez me alejaba más del mundo —con un vago sentimiento de mala conciencia. Malgastaba el tiempo en vagabundear, leer, coleccionar y jugar. Sin embargo, no me sentía con ello más feliz, sino que me daba cuenta, de modo vago, que huía de mí mismo. Olvidé por completo cómo fue que llegué a este estado, pero lamentaba las preocupaciones de mis padres, que consultaban a diversos médicos. Éstos se devanaban los sesos y me enviaron durante las vacaciones a casa de unos parientes en Winterthur. Allí había una estación que me apasionaba sin cesar. Cuando regresé a casa todo volvió a ser como antes. Un médico habló de epilepsia. Yo sabía entonces ya lo que eran los ataques epilépticos y me reía interiormente del disparate. Por el contrario, mis padres estaban cada vez más preocupados. En una ocasión, un amigo visitó a mi padre. Ambos se sentaron en el jardín y yo me escondí en un espeso matorral detrás de ellos, pues era de una curiosidad insaciable. Oí cómo el amigo preguntaba a mi padre: «¿Pues qué le pasa a tu hijo?» A lo que mi padre respondió: «Ay, es una desgraciada historia. Los médicos no saben qué es lo que le sucede. Creen que quizás sea epilepsia. Sería terrible si resultara algo incurable. Yo he perdido mis escasos ahorros y ¿qué sucederá con él si no puede ganarse la vida?» Me sentí como alcanzado por un rayo. Era el choque con la realidad. «Es verdad, hay que trabajar», me cruzó la mente. A partir de entonces me convertí en un niño serio. Fui al cuarto de estudio de mi padre, tomé un libro de gramática latina y comencé a estudiar con ahínco. A los diez minutos me desmayé. Casi caí de la silla, pero transcurridos algunos minutos me sentí mejor, y proseguí en mi propósito. Había ya pasado aproximadamente un cuarto de hora cuando me vino el segundo mareo. Pasó como el anterior: «¡Y ahora tú vuelves al trabajo!» Persistí y al cabo de media hora llegó el tercero. Pero no cedí y trabajé todavía una hora más hasta que tuve la sensación de que los mareos estaban ya superados. De improviso me encontré mejor que todos los meses anteriores. De hecho, los ataques no se repitieron más y a partir de este momento trabajé todos los días en mi gramática y mis cuadernos escolares. Después de algunas semanas volví a la escuela y allí no experimenté mareo alguno. El encanto había desaparecido. Aquí aprendí lo que es una neurosis.*
lunes, 13 de abril de 2020
Carl Gustav Jung
El decimosegundo año de mi vida fue para mí realmente el año del destino. Una vez, a principios del verano de 1889, me encontraba yo a las doce, después de salir de la escuela, en la Münsterplatz, esperando a un compañero con quien recorríamos juntos un trecho de mi camino. Repentinamente recibí un empujón de otro muchacho que me echó por los suelos. Caí y di con la cabeza en el bordillo de la acera; el golpe me dejó aturdido. Permanecí una media hora como atontado. En el momento de recibir el golpe me cruzó un pensamiento como un rayo: ¡Ahora no tendrás que ir más a la escuela! Estaba sólo semiinconsciente y permanecí tendido algunos instantes más de lo necesario, principalmente a causa del sentimiento de venganza contra mi pérfido agresor. Luego me recogió la gente y me dejaron en la cercana casa de dos viejas tías solteras. A partir de entonces empezaron a manifestarse desmayos y mareos cada vez que tenía que ir a la escuela o cuando mis padres me alentaban a realizar las tareas escolares. Durante más de medio año dejé de asistir a la escuela y esto me vino «de perilla». Podía ser libre, soñar durante largas horas, estar junto al río en los bosques, o dibujar. Pintaba escenas de guerra o antiguas fortalezas que eran atacadas o incendiadas, o llenaba páginas enteras de caricaturas. (Todavía hoy se me aparecen a veces tales caricaturas en algunas ocasiones antes de dormirme: irónicas figuras grotescas que se transforman sin cesar. A veces eran rostros de hombres que conocía y que murieron poco después.) Pero principalmente pude profundizar en el mundo de lo enigmático. A él pertenecían los árboles, el río, el pantano, las piedras, los animales y la biblioteca de mi padre. Todo resultaba maravilloso. Pero cada vez me alejaba más del mundo —con un vago sentimiento de mala conciencia. Malgastaba el tiempo en vagabundear, leer, coleccionar y jugar. Sin embargo, no me sentía con ello más feliz, sino que me daba cuenta, de modo vago, que huía de mí mismo. Olvidé por completo cómo fue que llegué a este estado, pero lamentaba las preocupaciones de mis padres, que consultaban a diversos médicos. Éstos se devanaban los sesos y me enviaron durante las vacaciones a casa de unos parientes en Winterthur. Allí había una estación que me apasionaba sin cesar. Cuando regresé a casa todo volvió a ser como antes. Un médico habló de epilepsia. Yo sabía entonces ya lo que eran los ataques epilépticos y me reía interiormente del disparate. Por el contrario, mis padres estaban cada vez más preocupados. En una ocasión, un amigo visitó a mi padre. Ambos se sentaron en el jardín y yo me escondí en un espeso matorral detrás de ellos, pues era de una curiosidad insaciable. Oí cómo el amigo preguntaba a mi padre: «¿Pues qué le pasa a tu hijo?» A lo que mi padre respondió: «Ay, es una desgraciada historia. Los médicos no saben qué es lo que le sucede. Creen que quizás sea epilepsia. Sería terrible si resultara algo incurable. Yo he perdido mis escasos ahorros y ¿qué sucederá con él si no puede ganarse la vida?» Me sentí como alcanzado por un rayo. Era el choque con la realidad. «Es verdad, hay que trabajar», me cruzó la mente. A partir de entonces me convertí en un niño serio. Fui al cuarto de estudio de mi padre, tomé un libro de gramática latina y comencé a estudiar con ahínco. A los diez minutos me desmayé. Casi caí de la silla, pero transcurridos algunos minutos me sentí mejor, y proseguí en mi propósito. Había ya pasado aproximadamente un cuarto de hora cuando me vino el segundo mareo. Pasó como el anterior: «¡Y ahora tú vuelves al trabajo!» Persistí y al cabo de media hora llegó el tercero. Pero no cedí y trabajé todavía una hora más hasta que tuve la sensación de que los mareos estaban ya superados. De improviso me encontré mejor que todos los meses anteriores. De hecho, los ataques no se repitieron más y a partir de este momento trabajé todos los días en mi gramática y mis cuadernos escolares. Después de algunas semanas volví a la escuela y allí no experimenté mareo alguno. El encanto había desaparecido. Aquí aprendí lo que es una neurosis.*
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