Durante las vacaciones de verano sucedió algo que
debió influir en mí poderosamente. Un día estaba en mi
gabinete de estudio y repasaba mis libros de texto. En la
habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta,
estaba mi madre haciendo calceta. Era nuestro comedor,
en el cual se veía la mesa redonda de madera de nogal.
Procedía del ajuar de mi abuela paterna y entonces tenía
ya setenta años. Mi madre estaba sentada frente a la
ventana, aproximadamente a un metro de distancia de la
mesa. Mi hermana estaba en la escuela y la criada en la
cocina. De pronto se oyó una detonación como un
pistoletazo. Me levanté de un salto y corrí al cuarto
contiguo de donde había oído yo la explosión. Vi a mi
madre sobresaltada en un sillón, su labor le había caído de
las manos. Dijo tartamudeando: «¿Qué, qué ha sucedido?
Fue justo a mi lado», y miraba sobre la mesa. Vimos lo que había sucedido: el ta-
blero de la mesa se había roto por la mitad y no por el sitio
encolado, sino en la madera encerada, quedé atónito.
¿Cómo había podido pasar tal cosa? ¿Una madera natural-
mente encerada, pero seca ya desde hacía setenta años,
que se abre en un día de verano con una elevada humedad
habitual para nosotros? Hubiera resultado explicable en un
día de invierno frío y seco junto a una estufa encendida.
¿Qué diablos pudo ser la razón de tal explosión?
Realmente existen casualidades extrañas, pensé. Mi madre
movió la cabeza y dijo con la voz de su número 2: «Sí, sí,
esto significa algo.» Yo me sentí contrariado y disgustado
por no poder responder nada.
Aproximadamente catorce días después llegué por la
tarde a las siete a casa y hallé a mi madre, mi hermana de
catorce años y la sirvienta en plena excitación. Hacía una
hora que se había oído de nuevo una explosión. Esta vez
no había sido en la ya deteriorada mesa, sino en el apara-
dor, mueble originario del siglo XIX. Habían mirado por
todas partes, pero no habían encontrado ninguna grieta.
Comencé inmediatamente a inspeccionar detallada-
mente el aparador y lo inmediato a él, pero sin éxito. Re-
gistré el interior del mueble y su contenido. En el cajón,
conteniendo la cesta del pan, hallé el pan y junto a él el
cuchillo, cuya hoja estaba destrozada casi por completo.
El mango estaba en un rincón del cesto rectangular y en
cada una de las tres restantes esquinas había un trozo de la
hoja del cuchillo. El cuchillo se había empleado todavía a
las cuatro de la tarde y después se había guardado. Desde
entonces nadie lo había tocado.
Días después llevé el cuchillo a uno de los mejores
afiladores de la ciudad. Escudriñó los fragmentos con lupa
y movió la cabeza: «Este cuchillo», dijo, «no tiene ningún
defecto. El acero está en buen estado. Alguien lo ha roto
en pedazos. Esto se puede conseguir, por ejemplo,
introduciendo la hoja en el quicio del cajón y rompiéndolo
trozoa trozo. El acero es de calidad. O quizás se ha dejado caer
desde gran altura sobre una piedra. Esto no puede estallar
en absoluto. Se ha hecho algo con él.»
Mi madre y mi hermana se encontraban en la habi-
tación cuando fueron sobresaltadas por la repentina de-
tonación. La número 2 de mi madre me miró signifi-
cativamente y no pude hacer más que callar. Me sentía
enteramente desorientado y no podía de ningún modo ex-
plicarme lo sucedido. Esto me resultaba tanto más enojoso
por cuanto debía admitir que estaba profundamente
impresionado. ¿Por qué y cómo se partió la mesa y se que-
bró el cuchillo? La hipótesis de la casualidad resultaba del
todo inadmisible. Lo de que el Rin se desbordara even-
tualmente alguna que otra vez para mí era muy improba-
ble y otras posibilidades quedaban eo ipso descartadas.
¿Qué podía pues ser?
Algunas semanas después me enteré de que ciertos
parientes se entretenían desde hacía cierto tiempo con
mesas giratorias y tenían una médium, una muchacha de
poco más de quince años. Desde hacía algún tiempo en
este círculo se pensaba en ponerme en contacto con esta
médium, que caía en estado de sonambulismo y producía
fenómenos espiritistas. Cuando oí esto pensé inmediata-
mente en nuestros fenómenos inexplicables y me propuse
entrar en relación con esta médium. Comencé a asistir a
sesiones con ella y otros interesados regularmente los do-
mingos. Los resultados fueron las transmisiones de pensa-
miento y los golpes en la pared y en la mesa. Los movi-
mientos de la mesa eran dudosos, se producían indepen-
dientemente de la médium. Comprendí pronto que las
condiciones limitadas eran, en general, inconvenientes.
Me conformé con la evidente independencia de los golpes
en la pared y presté mi atención al contenido de las trans-
misiones de pensamiento. Los resultados de estas observaciones los he expuesto en mi tesis doctoral.Después de realizar experimentos durante dos años se manifestó una
cierta languidez y sorprendí a la médium intentando pro-
vocar los fenómenos mediante trampas. Esto me determi-
nó a interrumpir las sesiones —muy a mi pesar, pues con
ella había aprendido cómo se forma una personalidad nú-
mero 2, cómo se asume una consciencia infantil y se inte-
gra finalmente a ella. La muchacha era una «malograda».
A los veintiséis años murió de tuberculosis. La vi todavía
una vez cuando tenía veinticuatro años y quedé impresio-
nado de la independencia y madurez de su personalidad.
Después de su muerte supe, por parientes, que en los últi-
mos meses de su vida fue perdiendo poco a poco su per-
sonalidad y regresó finalmente al estado de un niño de dos
años, en cuya fase cayó en el último sueño.
Ésta fue, en resumen, la gran experiencia que me abo-
lió mi precoz filosofía y facilitó un punto de vista psicoló-
gico. Había experimentado algo objetivo sobre el alma hu-
mana. Pero la experiencia era de tal naturaleza que nueva-
mente nada podía decir de ella. No conocía a nadie al que
pudiera comunicar todo este estado de cosas. Nuevamente
tuve que dejar a un lado todos estos datos para más ade-
lante. Sólo unos años después surgió de ello mi tesis
doctoral.
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