Según usted, La broma infinita es una novela esencialmente impregnada por un sentimiento de tristeza. ¿Podría ahondar un poco en esa idea? ¿Qué otras intenciones tenía cuando empezó a escribirla?
Lo que quiero decir con eso, a propósito de la cultura americana, en particular para los jóvenes, es que, desde el punto de vista material, Estados Unidos es un lugar magnífico para vivir. La economía es muy potente y hay gran abundancia de medios. Cuando empecé a escribir La broma infinita tenía treinta años, pertenecía a la clase media alta, era blanco, nunca había padecido ninguna forma de discriminación, desconocía cualquier forma de pobreza de la que yo no fuera el causante y la mayor parte de mis amigos se encontraban en una posición parecida. Y sin embargo, la tristeza es algo tangible, está ahí, es una realidad. Hay una cierta… ¿cuál sería la palabra? Una desconexión o alienación entre la gente que tiene menos de cuarenta o cuarenta y cinco años en este país. Se podría decir que el malestar se remonta al Watergate o Vietnam, aunque hay muchas otras causas. La broma infinita intenta abordar el fenómeno de la adicción, tanto a los estupefacientes como en la acepción originaria de la palabra en inglés, adicción en el sentido de devoción, en un sentido casi religioso. Mi novela es un intento por entender una especie de tristeza que es inherente al capitalismo, algo que está en la raíz del fenómeno de la adicción. El motivo por el que insistí en la idea de que La broma infinita era un libro presidido por el signo de la tristeza es que, cuando me empezaron a hacer entrevistas poco después de su publicación, todo el mundo insistía en que era un libro muy divertido, cosa que no entendía y me intrigaba, pero honestamente también me decepcionaba, porque para mí el sentimiento dominante del libro es de una inmensa tristeza.
¿Cómo definiría su generación literaria?
¡Santo cielo!
Suponiendo que crea en una cosa así.
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