Me interesaba oír las opiniones de Freud sobre la pre-
cognición y sobre parapsicología en general. Cuando le
visité en 1909 en Viena le pregunté qué pensaba acerca de
ello. De acuerdo con su prejuicio materialista, rechazó ra-
dicalmente la cuestión como algo absurdo, basándose en
un positivismo tan superficial, que me fue difícil no res-
ponderle con acritud. Transcurrieron todavía algunos años
hasta que Freud reconoció la importancia de la pa-
rapsicología y la autenticidad de los fenómenos «ocultos».
Mientras Freud exponía sus argumentos, yo sentí una
extraordinaria sensación. Me pareció como si mi diafrag-
ma fuera de hierro y se pusiera incandescente —una cavi-
dad diafragmática incandescente. Y en este instante sonó
un crujido tal en la biblioteca, que se hallaba inmediata-
mente junto a nosotros, que los dos nos asustamos. Creí-
mos que el armario caía sobre nosotros. Tan fuerte fue el
crujido. Le dije a Freud: «Esto ha sido un fenómeno de
ex-teriorización de los denominados catalíticos.»
«¡Bah —dijo él—, esto sí que es un absurdo!»
«Pues no», le respondí, «se equivoca usted, señor pro-
fesor. Y para probar que llevo razón le predigo ahora que
volverá inmediatamente a oírse otro crujido». Y, efectiva-
mente: ¡apenas había pronunciado estas palabras se oyó el
mismo crujido en la biblioteca!
No sé aún hoy por qué tenía tal certeza. Pero sabía
con toda exactitud que el crujido iba a repetirse. Freud me
miró horrorizado. No sé qué pensaba o qué miraba. En
todo caso, este hecho despertó su desconfianza hacia mí y
yo tuve la sensación de haberle hecho algo. Nunca más
volví a hablarle de esto.
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