Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor.
Ojalá
fuese un niño que echa barcos de papel en el estanque de una quinta con
un dosel rústico de redes de parral poniendo ajedreces de luz y sombra
verde en los reflejos sombríos de la poca agua.
Entre mí y la vida hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.
¿Raciocinar mi tristeza? ¿Para qué, si el raciocinio es un esfuerzo? Y quien es triste no puede esforzarse.
Ni
siquiera abdico de esos gestos triviales de la vida de los que tanto
querría abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no poseo el alma con que
esforzarme.
¡Cuántas
veces me aflige el no ser el accionador de aquel coche, el conductor de
aquel tren! ¡Cualquier trivial otro supuesto, cuya vida, por no ser mía,
deliciosamente se me penetra de yo quererla y se me empostiza ajena!
Yo
no tendría el horror a la vida como a una Cosa. La noción de la vida
como un Todo no me agobiaría los hombros del pensamiento.
Mis sueños son un refugio estúpido, como un paraguas contra un rayo.
Soy tan inerte, tan pobrecillo, tan falto de gestos y de actos.
Por más que por mí me embreñe, todos los atajos de mi sueño van a dar en los claros de la angustia.
Incluso
yo, el que sueña tanto, tengo intervalos en que el sueño huye de mí.
Entonces, las cosas se me aparecen claras. Se desvanece la neblina en la
que me cerco. Y todas las aristas visibles hieren la carne de mi alma.
Todas las durezas miradas me lastiman lo que en mí las sabe durezas.
Todos los pesos visibles de objetos me pesan por dentro del alma.
Mi vida es como si me golpeasen con ella.
Fernando Pessoa
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