Hemos de sembrar firmemente en nuestra mente que todo lo que valoramos y las personas a las que amamos algún día desaparecerán . Si no pasa nada más, nuestra propia muerte nos privará de ellas. En líneas generales, hemos de recordar que toda actividad humana que no pueda desarrollarse indefinidamente tendrá un punto final. En tu vida habrá una última vez — ¡o la ha habido ya! — en la que te laves los dientes , te cortes el pelo, conduzcas un coche, cortes el césped o juegues a la rayuela. Habrá una última vez en la que oigas caer la nieve, veas salir la luna , huelas a palomitas, percibas el calor de un niño al dormirse en tus brazos o hagas el amor. Algún día tomarás tu última comida, y poco después darás tu último aliento.
A veces, el mundo nos anuncia que estamos a punto de hacer algo por última vez. Por ejemplo, podemos cenar en un restaurante la noche antes de su cierre previsto, o besar a un amante cuyas circunstancias le obligan a mudarse a otra parte del mundo, quizá para siempre . Previamente, cuando pensábamos que podríamos repetirlos a voluntad, una comida en ese restaurante o un beso compartido con nuestro amante quizá nos pasaron inadvertidos. Pero ahora que sabemos que no podremos repetirlos, se convierten en acontecimientos extraordinarios: será la mejor comida en ese restaurante, y el beso de despedida será una de las experiencias más intensamente agridulces que la vida puede ofrecer.
Al considerar la impermanencia de todo lo que existe en este mundo, estamos obligados a reconocer que cada vez que hacemos algo podría ser la última, y este reconocimiento puede investir a nuestros actos de un significado y de una intensidad que de otra forma estarían ausentes. Dejaremos de ser sonámbulos en nuestra vida. Soy consciente de que a algunas personas tener en cuenta la impermanencia les parecerá deprimente o incluso morboso. Sin embargo, estoy convencido de que la única forma de estar realmente vivos es cultivando estos pensamientos cada cierto tiempo.
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