Martin Heidegger fue un hombre extraño.
Dueño
de una mente brillante, se transformó en uno de los filósofos más
importantes del siglo XX. Creó el concepto de Dassein, término que surge
de la combinación de las palabras sein (ser) y da (ahí). Es decir, el
ser ahí. Ahí, ¿dónde? En el mundo.
Esos somos nosotros, un ser aquí, arrojado a un mundo de posibilidades. Pero hay algo en su pensamiento que resulta inquietante.
Según
él, somos apenas un ser para la muerte. Porque no importa lo que
hagamos con nuestra vida, si estudiamos o no, si convivimos con alguien o
elegimos la soledad, si nos atrae un hombre, una mujer o ambos, de
todos modos vamos a morir. Es la única posibilidad cierta de la que no
podremos escapar.
Cada uno de nosotros es apenas un muriente.
Y
esa muerte que está allí, o aquí, no importa, condiciona nuestra vida y
nos convierte en seres en falta. ¿Por qué en falta? Porque, en
principio, nos falta la eternidad. Podemos negarlo o asumirlo, pero algo
en lo profundo de nosotros lo sabe. Más que saberlo, lo siente.
Nos
faltan, además, las palabras que podrían calmar un poco esa angustia
existencial de sabernos mortales. Y quedan apenas las preguntas.
¿Qué es esto de morirse?
¿Adónde van los que mueren?
¿Adónde iremos nosotros?
¿Qué significa duelar?
Preguntas sin respuestas que caen en el vacío, en una ausencia de
saber que la cultura ha tratado de llenar como pudo. ¿Qué otra cosa son
la mitología o las religiones más que el intento de hallar alguna
respuesta que mitigue nuestra incertidumbre y nos defienda de la
angustia que genera lo imposible de nombrar?
Gabriel Rolón
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