miércoles, 14 de agosto de 2024

 En un pequeño poblado había dos hermanas, dos niñas que vivían con su padre. Eran vivaces, alegres y dicharacheras. Siempre estaban riendo e inventando nuevos juegos. Uno de sus pasatiempos favoritos era hacerles preguntas difíciles a los mayores para ponerlos en aprietos. El padre estaba preocupado, porque las preguntas se hacían cada vez más complicadas y lo ponían en situaciones incómodas frente a los vecinos y parientes. No sabía ya cómo contenerlas. Se acordó entonces de un monje que vivía en el bosque, en las afueras del pueblo. Se alojaba en una pequeña cabaña y la gente iba a menudo a consultarlo, pues tenía fama de sabio. El hombre fue con las niñas a visitarlo. Y mientras las niñas jugaban entre los árboles, el padre le explicó al monje cuál era la situación. Mientras tanto en el bosque, las niñas, muertas de risa, se decían: «Tenemos que hacerle una pregunta muy difícil a este viejo. Una que no pueda responder». En eso estaban cuando de pronto una bella mariposa azul se posó en una rama cercana. Una de las hermanitas la atrapó entre sus manos. —Ya tengo la pregunta —dijo alegremente—. No podrá responderla nunca. Le preguntaremos si esta mariposa está viva o muerta. Si dice que está viva, la apretaré entre mis manos y si dice que está muerta las abriré y la dejaré volar. Entre risas y cuchicheos fueron a encontrarse con el monje. —Maestro, aquí entre mis manos tengo una mariposa. ¿Podrías decirnos si está viva o muerta? El monje respondió: —Está en tus manos, depende de ti. Esta vida aquí ahora está en tus manos y depende de ti.

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