Estamos condenados a comunicarnos, generalmente a través de las palabras. Pero nadie podrá transmitir exactamente lo que quiera porque siempre habrá algo del sentido que escape a la significación. Lo sabemos.
Conocemos el malentendido, el «no es lo
que quise decir», la impotencia que genera percibir que alguien ha
tomado nuestros dichos de manera equivocada.
La
teoría de la comunicación sostiene una utopía: la posibilidad de
comunicar con exactitud. Según ella, existe un emisor, un receptor y un
mensaje. De modo tal que el emisor genera el mensaje que el otro recibe.
Siempre
y cuando ambos compartan el mismo código, una lengua en común por
ejemplo, se supone que se establece la comunicación correcta de lo que
quiso decirse.
Esto no es más que una ilusión. Por
más amplio que parezca, el lenguaje no alcanza para transmitir lo que
queremos. Siempre nos falta al menos una palabra para comunicar nuestras
emociones o pensamientos.
De todos modos lo
intentamos, en vano, y eso que se pierde al hablar, eso que no puede
articularse en las palabras genera una inquietud que nos mantiene en
permanente movimiento. Ese resto incomunicable, esa falta, nos hace ser
quienes somos. Allí nace el deseo, en la diferencia que hay entre lo que
queremos decir y lo que decimos, entre aquello que buscamos y lo que en
realidad encontramos. Que siempre será otra cosa.
Si fuéramos seres de la necesidad no tendríamos este maravilloso
problema, pero no lo somos. Aunque como organismos biológicos tengamos
algunas necesidades, nos define la condición de sujetos deseantes.
La distinción entre necesidad y deseo es fundamental.
La
necesidad tiene algo que la satisface y supone una relación directa
entre el organismo y el objeto, es decir que existe ese objeto que se
adecua a esa necesidad. El aire, por ejemplo, satisface la necesidad de
respirar. No ocurre lo mismo con el deseo. Todos sabemos lo difícil que
es saber qué desea alguien.
La necesidad es directa
y toma lo que requiere sin ningún tipo de rodeos. El deseo en cambio
nos obliga a pedir lo que queremos, a poner en palabras lo que deseamos,
a generar una demanda. Una demanda dirigida a un otro que deberá
decodificarla, darle un sentido y responder a ella como pueda, aunque
nunca con aquello que se le pidió. Porque, más allá de las apariencias,
la demanda intenta obtener algo que calme la falta, que mitigue ese
vacío que nos habita por ser seres hablantes y conscientes de la
finitud.
Y nadie, por mucho amor que nos tenga, podrá satisfacer ese grito desesperado.
Este
es el primer duelo al que debemos enfrentarnos: somos seres incompletos
que corren detrás de un objeto que, como dijimos, está perdido para
siempre.
Rolón
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