COMO OBSERVADOR IMPLACABLE de la naturaleza humana, del móvil profundo que incita al hombre a plegarse a su naturaleza, Gustave Flaubert describe el núcleo de egoísmo que subyace en la búsqueda de nuestras aspiraciones y en su realización: «Desde el necio que no daría ni un céntimo para rescatar al género humano hasta quien se lanza bajo el hielo para salvar a un desconocido, ¿acaso alguno de nosotros, entre todos los que somos, no busca satisfacer, según sus instintos, la propia naturaleza? San Vicente de Paúl obedecía a un apetito de caridad, del mismo modo que Calígula a un apetito de crueldad. Cada cual goza a su modo y para sí; unos reflejan la acción sobre ellos mismos, convirtiéndose en la causa, el centro y el objetivo, y otros invitan al mundo entero al festín de sus almas. Esa es la diferencia entre pródigos y avaros. Aquellos disfrutan regalando y estos, almacenando».2 Ser feliz es ante todo satisfacer las necesidades o los anhelos de nuestro ser: alguien silencioso buscará la soledad, otro más charlatán, la compañía. Al igual que los pájaros viven en el aire y los peces en el agua, cada cual debe evolucionar en el ambiente que le es más adecuado. Algunas personas están hechas para vivir en medio del ruido de la ciudad, otras, en la calma del campo, y hay quien necesita las dos cosas. Unos están hechos para las actividades manuales; otros, para las intelectuales, las sociales o las artísticas. Hay quienes necesitan fundar una familia y aspiran a una vida con una pareja estable; otros, a relaciones varias a lo largo de su existencia. Nadie será feliz si quiere ir a contracorriente de su naturaleza profunda. La educación y la cultura son valiosas porque nos inculcan la necesidad del límite, de la ley, del respeto al prójimo. Es esencial no sólo aprender a conocernos sino también a poner a prueba nuestras fuerzas y nuestras flaquezas, a corregir y mejorar en nosotros lo mejorable, pero sin distorsionar u oponernos a lo que profundamente somos. Ahora bien, la educación y la cultura a veces nos impiden manifestar nuestra sensibilidad, nos desvían de nuestra vocación o de nuestras legítimas aspiraciones. Por ello, debemos aprender a ser nosotros mismos más allá de los esquemas culturales y educativos que pudieran alejarnos de lo que somos. Es lo que el psicólogo suizo Carl Gustav Jung denomina el «proceso de individuación», que tiene lugar a menudo en torno a la edad de los cuarenta años, cuando establecemos el primer balance de nuestra existencia. Descubrimos entonces que no somos lo bastante fieles a nosotros mismos, que intentamos complacer a unos y otros sin respetarnos, ofreciendo una imagen ideal o falsa para 37 que nos quieran y nos reconozcan, que hemos llevado una vida afectiva o profesional que no se corresponde con lo que somos. Intentaremos entonces conocer mejor nuestra individualidad y tener más en cuenta nuestra sensibilidad. «La mayor felicidad es la personalidad», escribe Goethe.3 Pues en realidad los hechos cuentan menos que el modo en que cada cual los siente. Desarrollar nuestra sensibilidad, fortalecer nuestro carácter, afinar nuestros dones y gustos cuentan más que los objetos exteriores que procuran placer. Podemos probar el mejor de los vinos del mundo y no extraer de ello ningún placer si nuestra naturaleza es alérgica al vino o si no hemos educado suficientemente nuestras facultades gustativas y olfativas. La felicidad consiste en vivir según nuestra naturaleza profunda, en desarrollar nuestra personalidad para disfrutar de la vida y del mundo con la sensibilidad más rica posible. Un niño puede ser extraordinariamente feliz con un solo juguete rudimentario si ha sabido agudizar su imaginación y su creatividad, mientras que otro se aburrirá con cien juguetes sofisticados si no sabe obtener placer más que de la posesión de objetos nuevos.
Frederic Lenoir
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