Aristóteles fue algún tiempo preceptor de Alejandro Magno y discípulo de Platón durante veinte años. En el 335 a.C., a la edad de cuarenta y nueve años, deja la Academia de su maestro y funda en Atenas su propia escuela: el Liceo. Dotado de una mente curiosa, era un observador extraordinario: se interesaba tanto por la biología como por la física, por la trayectoria de los astros como por la organización de la vida política, por la lógica como por la gramática, por la educación como por las artes. Escribió una de las obras más logradas sobre la cuestión de la felicidad, Ética a Nicómaco, dedicada a su hijo, citada anteriormente. En ella subraya que «la felicidad es el único objetivo que buscamos siempre por sí mismo y no con otro fin».2 Consideraba la felicidad como el «bien supremo». Ambicionamos el dinero por el confort que procura, o el poder por el reconocimiento de los demás, mientras que la felicidad es un anhelo en sí. Se trata, pues, de saber su naturaleza: ¿qué es lo que nos hace global y duraderamente felices? Los filósofos griegos elaboraron la noción de felicidad principalmente a partir de la reflexión sobre el placer. Una vida feliz es ante todo una vida que nos da placer. El placer es una emoción agradable asociada a la satisfacción de una necesidad o de un deseo. Beber me procura placer porque sacio así mi sed; dormir, porque estoy cansado; aprender, porque estoy ávido de conocimiento; o comprar un objeto, porque lo deseo. La búsqueda del placer es innata al ser humano, y no es exagerado afirmar que es el principal motor de nuestras acciones. La emoción nos lleva a la moción: porque sentimos (o esperamos sentir) emociones agradables, nos movemos, estamos motivados para actuar. El placer cumple un papel esencial en nuestra vida biológica, psíquica, afectiva o intelectual. Desde Darwin, los biólogos señalan la importancia de la función adaptativa del placer: al parecer, los mecanismos asociados a este habrían sido seleccionados y conservados debido al papel central que cumplen en la evolución. De igual modo, para Freud, «el programa del principio del placer es el que fija la finalidad de la vida»
Frederic Lenoir
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