Una de las razones por las que los niños mantienen su capacidad de gozo se debe a que no dan nada por sentado. Para ellos, el mundo es maravillosamente nuevo y sorprendente. Y no solo eso: aún no están seguros de cómo funciona el mundo: quizá las cosas que tienen hoy se desvanecerán mañana, misteriosamente. Es difícil que den algo por sentado cuando ni siquiera pueden asegurar la continuidad de su existencia.
Sin embargo, cuando crecen, caen en el hastío. Al llegar a la adolescencia, es probable que ya se hayan cansado de todo y de todos los que los rodean. Se quejan de la vida que tienen, de la casa en la que viven, de los padres y hermanos que les han tocado en suerte. Y en un aterrador número de casos, estos niños se convierten en adultos que no solo son incapaces de disfrutar del mundo que los rodea, sino que además parecen orgullosos de esta incapacidad. A la primera de cambio te ofrecerán una larga lista de aspectos sobre sí mismos y sobre su vida que no les gustan y que desearían cambiar, si fuera posible, incluyendo a su pareja, a sus hijos, su casa, su trabajo, su coche, su edad, su cuenta bancaria, su peso, el color de su pelo y la forma de su ombligo. Pregúntales qué es lo que aprecian en el mundo — pregúntales con qué están satisfechos, si es que existe algo — y después de pensarlo, y de mala gana, quizá nombrarán una cosa o dos.
A veces una catástrofe saca a estas personas de su hastío. Supongamos, por ejemplo, que un tornado destruye su hogar. Estos acontecimientos son evidentemente trágicos, pero al mismo tiempo presentan un potencial aspecto positivo: quienes sobreviven a ellos empiezan a apreciar lo que aún poseen. En líneas generales, la guerra, la enfermedad y los desastres naturales son trágicos, en tanto nos arrebatan lo que más apreciamos, pero también tienen el poder de transformar a quienes los experimentan. Antes, estos individuos podían atravesar la vida como sonámbulos; ahora están gozosa y agradecidamente vivos, más vivos de lo que se han sentido en décadas. Antes quizá eran indiferentes al mundo que los rodeaba; ahora están atentos a su belleza.
Sin embargo, las transformaciones personales inducidas por catástrofes tienen inconvenientes. El primero es que no podemos contar con que nos golpee una catástrofe. De hecho, mucha gente vive una vida libre de catástrofes y, como consecuencia, triste (irónicamente, tener una vida libre de desgracias es la desgracia de esta gente). Un segundo inconveniente es que las catástrofes que tienen el poder de transformar a alguien también pueden arrebatarle la vida. Consideremos, por ejemplo, al pasajero de un avión cuyos motores se han incendiado. Este giro de los acontecimientos sin duda provocará que el pasajero reevalúe su vida y, como resultado, adquiera el conocimiento de las cosas realmente valiosas y las que no lo son. Por desgracia, poco después de esta epifanía puede estar muerto.
El tercer inconveniente de las transformaciones inducidas por la catástrofe es que los estados de alegría que producen tienden a desaparecer. Quienes han estado cerca de la muerte y sobreviven suelen recuperar el entusiasmo por la vida. Por ejemplo, sienten la motivación de contemplar las puestas de sol que antes ignoraban o mantener conversaciones íntimas con su cónyuge, a quien antes dejaban en un segundo plano. Actúan así por un tiempo, pero a continuación regresa la apatía: volverán a ignorar la maravillosa puesta de sol que destella en el horizonte para quejarse amargamente a su pareja de que no hay nada que merezca la pena ver en la televisión.
La visualización negativa no tiene estos inconvenientes. No necesitamos comprometernos con ella tal como hemos de hacerlo al esperar que nos golpee una catástrofe. Una catástrofe puede matarnos; la visualización negativa, no. Y como podemos practicar reiteradamente la visualización, sus efectos beneficiosos, a diferencia de los de la catástrofe, pueden durar indefinidamente. La visualización negativa es, por lo tanto, una forma maravillosa de recuperar nuestro aprecio por la vida y nuestra capacidad de alegría.
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