¿Qué hay dentro de nosotros que nos dice que somos débiles y vulnerables si pedimos ayuda, aunque sólo sea preguntar por una dirección si estamos perdidos? Mi mujer, Bobbie, cuenta un chiste que siempre provoca carcajadas en nuestros talleres, especialmente en las mujeres: «¿Por qué las tribus de Israel se pasaron cuarenta años en el desierto? Porque ni siquiera entonces los hombres eran capaces de preguntar por el camino». Empecemos a entender que podemos pedir auxilio. El doctor Walter Menninger, un amigo y compañero de clase en la Facultad de Medicina, escribió un artículo titulado «El imperativo de la salud mental: aprender de la adversidad», donde dice: «Reconoce que todo tiene sus límites [...] y aprende a interpretar tus propias señales que te indican que te acercas a los límites o que ya los has sobrepasado. Y siéntete cómodo al pedir ayuda cuando hayas ido más allá de tus límites». Si en tu familia no te lo enseñaron, puede resultarte difícil establecer pautas de comportamiento nuevas y abandonar las viejas. El reverendo William Chidester es un pastor protestante que se ha pasado toda la vida dando. Es algo que he visto muchas veces y con gente de todas las profesiones. Pero sólo cuando enfermó se dio cuenta de la cantidad de amor con que podía verse retribuido. Él y su mujer acostumbraban a cuidar de nuestros hijos cuando vivían en Connecticut, a comienzos de los años setenta. Después se mudaron a Ohio, donde él contrajo una enfermedad del hígado para la cual no había curación ni tratamiento específico, a no ser un trasplante cuando la función hepática estuviera más deteriorada. Durante muchos años, la dolencia fue prácticamente asintomática y le permitió tratar su enfermedad valiéndose de técnicas de autocuración que aprendió en diversos libros, y que incluían meditaciones y visualizaciones. En una ocasión me escribió para contarme que desde el comienzo él y Sharon, su mujer, habían decidido: [...] que en lo referente a todos los aspectos de la enfermedad seríamos tan activos y positivos como pudiéramos. Hicimos muchas preguntas. Yo hacía tanto ejercicio como podía. Teníamos la sensación de que necesitaba un trasplante, de que eso daría buen resultado. En el hospital, tomé una decisión que me ayudó a desprenderme de mucha culpa. Decidí que estaba haciendo todo lo que podía, y que si se producía algún rechazo, eso era algo que yo no podía controlar. Me hacía cargo de los aspectos espirituales, psicológicos y físicos de mi recuperación, pero no podía obligar a mi cuerpo a no rechazar el trasplante. El apoyo que recibí de mis amigos durante mi estancia en el hospital fue tanto que no encuentro palabras para contarlo. Y eso me impresionó de tal manera que jamás lo olvidaré, ya que en mi condición de pastor dedico mucho tiempo al cuidado y la atención de otras personas, un proceso que siento que me afirma. Trabajo mucho para ganarme el amor, la confianza y la admiración de la gente, siendo tan buen pastor como puedo. Sin embargo, jamás he podido hacer bastante. Entonces me encuentro con algo que no puedo hacer, funcionar con mi propio hígado, y a partir de mi debilidad se me revela la gracia de Dios. A causa de lo que no puedo hacer, he recibido el apoyo y el amor de muchas personas en una medida que va más allá de lo que jamás habría creído posible.
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