A diferencia de mis hermanas, también me gustaban mucho los animalitos domésticos. Cuando terminaba el parvulario, un amigo de la familia que regresó de África me regaló un monito al que le puse Chicho. Rápidamente nos hicimos muy buenos amigos. También recogía todo tipo de animales y en el sótano había improvisado una especie de hospital donde curaba a pajaritos, ranas y culebras lesionados. Una vez cuidé a un grajo herido hasta que recuperó la salud y fue capaz de volver a volar. Me imagino que los animales sabían instintivamente en quién podían confiar. Eso lo veía claro en los varios conejitos que teníamos en un pequeño corral en el jardín. Yo era la encargada de limpiarles la jaula, darles la comida y jugar con ellos. Cada pocos meses mi madre preparaba guiso de conejo para la cena. Yo evitaba convenientemente pensar de qué modo llegaban los conejos a la olla, pero sí observaba que los conejos sólo se asomaban a la puerta cuando me acercaba yo, jamás cuando se acercaba otra persona de mi familia. Lógicamente eso me estimulaba a mimarlos más aún. Por lo menos me distinguían de mis hermanas. Cuando comenzaron a multiplicarse los conejos, mi padre decidió reducir su número a determinado mínimo. No entiendo por qué hizo eso. No costaba nada alimentarlos, ya que comían hojas de diente de león y hierbas, y en el patio no había escasez de ninguna de esas cosas. Pero tal vez se imaginaba que así ahorraba dinero. Una mañana le pidió a mi madre que preparara conejo asado; y a mí me dijo: - De camino a la escuela lleva uno de tus conejos al carnicero; y a mediodía lo traes para que tu madre tenga tiempo de prepararlo para la cena. Aunque lo que me pedía me dejó sin habla, obedecí. Esa noche observé a mi familia comerse "mi" conejito. Casi me atraganté cuando mi padre me dijo que probara un bocado. - Un muslo tal vez —me dijo. Yo me negué rotundamente y me las arreglé para evitar una "invitación" al estudio de mi padre. Este drama se repitió durante meses, hasta que el único conejo que quedaba era Blackie, mi favorito. Estaba gordo, parecía una gran bola peludita. Me encantaba acunarlo y contarle todos mis secretos. Era un oyente maravilloso, un psiquiatra fabuloso. Yo estaba convencida de que era el único ser en todo el mundo que me amaba incondicionalmente. Pero llegó el día temido. Después del desayuno mi padre me ordenó que llevara a Blackie al carnicero. Salí al patio temblorosa y con un nudo en la garganta. Cuando lo cogí, le expliqué lo que me habían ordenado hacer. Blackie me miró moviendo su naricita rosa. —No puedo hacerlo —le dije y lo coloqué en el suelo—. Huye, escapa —le supliqué—. Vete. Pero él no se movió. Finalmente se me hizo tarde, las clases ya estaban a punto de comenzar. Cogí a Blackie y corrí hasta la carnicería, con la cara bañada en lágrimas. Tengo que pensar que el pobre Blackie presintió que iba a suceder algo ! 1 terrible; quiero decir que el corazón le latía tan rápido como el mío cuando lo entregué al carnicero y salí corriendo hacia la escuela sin despedirme. Me pasé el resto del día pensando en Blackie, preguntándome si ya lo habrían matado, si sabría que yo lo quería y que siempre lo echaría de menos. Lamenté no haberme despedido de él. Todas esas preguntas que me hice, y no digamos mi actitud, sembraron la semilla para mi trabajo futuro. Odié mi sufrimiento y culpé a mi padre. Después de las clases entré lentamente en el pueblo. El carnicero estaba esperando en la puerta. Me entregó la bolsa tibia que contenía a Blackie y comentó: - Es una pena que hayas traído a esta coneja. Dentro de uno o dos días habría tenido conejitos. Para empezar, yo no sabía que mi Blackie era coneja. Creía que sería imposible sentirme peor, pero me sentí peor. Deposité la bolsa en el mostrador. Más tarde, sentada a la mesa, contemplé a mi familia comerse mi conejito. No lloré, no quería que mis padres supieran lo mucho que me hacían sufrir. Mi razonamiento fue que era evidente que no me querían, por lo tanto tenía que aprender a ser fuerte y dura. Más fuerte que nadie. Cuando mi padre felicitó a mi madre por aquel delicioso guiso, me dije: "Si eres capaz de aguantar esto, puedes aguantar cualquier cosa en la vida."
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