Hace 30 años, el 21 de febrero, Sándor Márai se suicidó en San Diego de un disparo. Estaba a punto de cumplir 89 años. Salió de su país en 1948 y jamás volvió. Quizá si hubiese vivido unos meses más hubiera recogido los reconocimientos que en vida no pudo recibir. Porque en septiembre de ese mismo año la Academia Húngara de Ciencias, que lo había expulsado por motivos políticos, lo aceptó de nuevo y en noviembre se celebró en Budapest un simposio sobre él y su obra. Después los reconocimientos han seguido dentro y fuera de Hungría (Ernö Zeltner, Sándor Márai, Universidad de Valencia, 2005).
En febrero de 1985 da cuenta que su hermano menor, Gábor, murió. Pero su quiebre anímico se produce con la enfermedad, agonía y muerte de su esposa: Ilona Matzner, Lola, con quien vivió más de 60 años. Ella se rompe el brazo izquierdo, luego tiene que ser apoyada por enfermeras en su propia casa, aparecen los síntomas de senilidad, y es internada en el hospital. Quiere que la muerte los alcance antes de que él quede definitivamente ciego y ya ni siquiera siente nostalgia, “ya no queda esperanza alguna”. “Irnos juntos, sin dolor, es mi última ilusión”.
Se mantiene firme por sentido de responsabilidad. En el hospital donde acompaña a su mujer, piensa que “si no creyera que ella me necesita (o me hiciera ilusiones de ello) tomaría una decisión drástica respecto a mí mismo. Pero no tengo derecho a escapar”. Ella ya casi no está consciente, no ve ni oye, parece que no sufre. “Tal vez haya sido un error esperar tanto; habríamos tenido que irnos antes, a la vez”.
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