lunes, 26 de abril de 2021

 


En una ocasión me invitaron a participar en un programa de televisión sobre el liderazgo. Entre las personas invitadas estaban el presidente de una organización, un conocido psicólogo social y una mujer cuya profesión de momento no revelaré.
    Antes de entrar en el plató se nos invitó a tomar un aperitivo, que sirvió para que nos presentáramos unos a otros. Tuve la sensación de que, escuchando el perfil de la mujer invitada, era importante que llegáramos a un cierto acuerdo sobre qué entendíamos cada uno por líder. Así lo manifesté, pero se me comentó que ya lo expresaríamos cada uno en el plató. Comenzó el programa y la presentadora, después de comentar quiénes éramos cada uno de nosotros, empezó preguntándole al presidente de la compañía qué era para él un líder.
    Aquel hombre explicó lo que para él era un líder empresarial. Hasta el momento, todo iba bien y el programa transcurría de una manera fluida y natural.
    Después de la intervención del primer invitado, llegó mi turno y la presentadora me preguntó a mí lo mismo, qué era lo que yo entendía por un líder. Yo comenté que para mí un líder era una persona capaz de sacar lo más valioso de sí mismo y de inspirar a otros a través de su ejemplo. Mientras yo hablaba, también observaba cómo me miraba la otra mujer y cómo su rostro se iba deformando, a la vez que todo su cuerpo se tensaba. De repente se puso de pie y, con tono provocativo y haciendo una serie de aspavientos, empezó a dirigirse a mí, como si, por una parte, la estuviera ofendiendo, y por otra parte, se hubiera olvidado por completo de que estábamos en un plató de televisión.
    —Eso no es un líder. Un líder es alguien que te lava el cerebro, te manipula y te esclaviza. Eso sí que es un líder y no lo que tú estás diciendo.
    Recuerdo cómo la presentadora se quedó casi sin habla, cogida completamente por sorpresa ante una reacción tan particular.
    Me gustaría preguntarle al lector: ¿cuál era la profesión de aquella mujer? Si recordamos que las palabras tienen la capacidad de abrir cajones de experiencias, el cajón que se debió de abrir en aquella mujer cuando yo hablaba de lo que entendía por líder debía de estarle trayendo recuerdos muy dolorosos.
    Ahora sí puedo revelar su profesión: era la máxima autoridad en sectas de aquel país. Todos sabemos el efecto tan devastador que ciertos «líderes» de sectas han tenido en sus seguidores.
    El lenguaje es tan potente que basta que una persona cambie, por ejemplo, la frase «esto es algo espantoso» por «esto es un inconveniente» para que note, aunque sea ligeramente, un cambio en su mundo emocional. Recordemos que, en apariencia, las palabras son simples signos que se corresponden con unos sonidos, pero que en realidad son conexiones directas a mundos emocionales personales, íntimos e intransferibles.
    Llamamos «lenguaje transformacional» a aquel que tiene por sí mismo la capacidad de afectar a las emociones y los estados de ánimo. En este sentido, son fascinantes algunos de los estudios científicos que se han hecho para medir el impacto que las palabras tienen en nuestra propia fisiología, en nuestro cuerpo.
    A un grupo de voluntarios se les citó en un hospital de Estados Unidos y se les pidió que, durante unos minutos, observaran una serie de palabras de tipo negativo que aparecían proyectadas en una pared. Por ejemplo, entre estas palabras podían estar algunas como «imposible», «complejo», «insuperable», «peligroso», «desagradable» o «atemorizador». A continuación se les tomó una muestra de saliva para medir hormonas con la técnica de radio inmunoensayo.
    La segunda parte del experimento consistía en que se cambiaban las palabras que aparecían proyectadas en la pantalla por otras de tono mucho más positivo. Entre ellas podían aparecer algunas como «posible», «accesible», «superable», «capaz» o «valioso». Después, se les volvió a tomar una muestra de saliva para radio inmunoensayo.
    Los resultados fueron bastante curiosos, ya que en el primer ejercicio, el grupo presentó un aumento marcado de cortisol, mientras que en el segundo ejercicio, frente a la visión de las palabras más positivas, el mismo grupo de voluntarios presentó un descenso en las cifras de cortisol.
    Nosotros, que ya conocemos cómo está asociado el cortisol a cambios muy profundos en el funcionamiento del cerebro y del cuerpo, no podemos seguir ignorando el hecho de que seguir usando una y otra vez palabras llenas de negatividad no sólo no nos va a ayudar a resolver los problemas que esas mismas palabras describen, sino que, muy al contrario, lo va a hacer aún mucho más difícil. No estoy hablando de desterrar las palabras negativas de nuestro vocabulario, sino de procurar modular los vocablos que utilizamos. No tiene el mismo efecto en una persona decirle, por ejemplo, que algo es imposible que decirle que algo es improbable.
    Como toda experiencia es la integración de un hecho, una emoción y una valoración, alteramos nuestros recuerdos experienciales cuando cambiamos la manera en la que interpretamos lo que nos sucede.

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