Hay personas que son incapaces de sobrellevar con paciencia
los pequeños contratiempos que constituyen, si se lo permiti-
mos, una parte muy grande de la vida. Se enfurecen cuando
pierden un tren, sufren ataques de rabia si la comida está mal
cocinada, se hunden en la desesperación si la chimenea no
tira bien y claman venganza contra todo el sistema industrial
cuando la ropa tarda en llegar de la lavandería. Con la energía
que estas personas gastan en problemas triviales, si se em-
pleara bien, se podrían hacer y deshacer imperios. El sabio no
se fija en el polvo que la sirvienta no ha limpiado, en la patata
que el cocinero no ha cocido, ni en el hollín que el desholli-
nador no ha deshollinado. No quiero decir que no tome medi-
das para remediar estas cuestiones, si tiene tiempo para ello;
lo que digo es que se enfrenta a ellas sin emoción. La preocu-
pación, la impaciencia y la irritación son emociones que no
sirven para nada. Los que las sienten con mucha fuerza pue-
den decir que son incapaces de dominarlas, y no estoy seguro
de que se puedan dominar si no es con esa resignación fun-
damental de que hablábamos antes. Ese mismo tipo de con-
centración en grandes proyectos no personales, que permite
sobrellevar el fracaso personal en el trabajo o los problemas
de un matrimonio desdichado, sirve también para ser paciente
cuando perdemos un tren o se nos cae el paraguas en el barro.
Si uno tiene un carácter irritable, no creo que pueda curarse
de ningún otro modo.
El que ha conseguido liberarse de la tiranía de las preocupa-
ciones descubre que la vida es mucho más alegre que cuando
estaba perpetuamente irritado. Las idiosincrasias personales
de sus conocidos, que antes le sacaban de quicio, ahora pare-
cen simplemente graciosas. Si Fulano está contando por tres-
cientas cuarenta y siete vez la anécdota del obispo de la Tie-
rra del Fuego, se divertirá tomando nota de la cifra y no inten-
tará en vano acallarle con una anécdota propia. Si se le rompe
el cordón del zapato justo cuando tiene que correr para tomar
el tren de la mañana, pensará, después de soltar los tacos per-
tinentes, que el incidente en cuestión no tiene demasiada im-
portancia en la historia del cosmos. Si un vecino pesado le
interrumpe cuando está a punto de proponerle matrimonio a
una chica, pensará que a toda la humanidad le han ocurrido
desastres semejantes, exceptuando a Adán, e incluso él tuvo
sus problemas. No hay límites a lo que se puede hacer para
consolarse de los pequeños contratiempos mediante extrañas
analogías y curiosos paralelismos. Yo creo que toda persona
civilizada, hombre o mujer, tiene una imagen de sí misma y
se molesta cuando ocurre algo que parece estropear esa ima-
gen. El mejor remedio consiste en no tener una sola imagen,
sino toda una galería, y seleccionar la más adecuada para el
incidente en cuestión. Si algunos de los retratos son un poco
ridículos, tanto mejor; no es prudente verse todo el tiempo
como un héroe de tragedia clásica. Tampoco recomiendo que
uno se vea siempre a sí mismo como un payaso de comedia,
porque los que hacen esto resultan aún más irritantes; se ne-
cesita un poco de tacto para elegir un papel adecuado a la si-
tuación. Por supuesto, si uno es capaz de olvidarse de sí mis-
mo y no representar ningún papel, me parece admirable. Pero
si estamos acostumbrados a representar papeles, más vale
hacerse un repertorio para así evitar la monotonía.
Muchas personas activas opinan que la más mínima pizca de
resignación, la más ligera chispa de humor, destruirían la
energía con que hacen su trabajo y la determinación gracias a
la cual —según creen ellos— consiguen sus éxitos. En mi
opinión, están equivocadas. Los trabajos que valen la pena
pueden hacerlos también personas que no se engañen respec-
to a su importancia ni a la facilidad con que se pueden hacer.
Los que necesitan engañarse a sí mismos para hacer su traba-
jo deberían hacer un cursillo previo para aprender a afrontar
la verdad antes de continuar con su carrera, porque tarde o
temprano la necesidad de apoyarse en mitos hará que su tra-
bajo se vuelva perjudicial en vez de ser beneficioso. Mejor es
no hacer nada que hacer daño. El tiempo dedicado a aprender
a apreciar los hechos no es tiempo perdido, y el trabajo que se
haga después tendrá menos probabilidades de resultar perju-
dicial que el trabajo que hacen los que necesitan inflar cons-
tantemente su ego para estimular su energía. Se necesita cier-
ta resignación para atreverse a afrontar la verdad sobre uno
mismo; este tipo de resignación puede causar dolor en los
primeros momentos, pero a largo plazo protege —de hecho,
es la única protección posible— contra las decepciones y de-
silusiones a que se expone quien se engaña a sí mismo. A la
larga, no hay nada tan fatigoso y tan exasperante como esfor-
zarse día tras día en creer cosas que cada día resultan más
increíbles. Librarse de ese esfuerzo es una condición indis-
pensable para la felicidad segura y duradera.
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