La pena y el cansancio también tienen sus límites. Uno recobra el ánimo o las energías al poco de temerse que no resiste más. Tocar fondo es también una forma de rebotar. Aligerarse. Enterarse que en lo hondo del agujero también soplan de pronto nuevos aires. Según quien la inventó, la guillotina debe de producir en el ajusticiado una súbita sensación de frescura. ¿Quién sabe si la muerte no es un segundo aire?
Éstos eran los ánimos que yo me daba en la noche de mi segundo arresto. Dos en una semana tenían que ser irreales. Encima de eso me faltaban las fuerzas para empujar otra bola de nieve de ideas idiotas. Los celadores cuentan con esos pensamientos. Antes de que te pongan número y uniforme necesitan quebrarte los huesos del espíritu. Que cuando llegue la hora del retrato tengas toda la pinta de patibulario. Esa noche me dije que no iba a darles gusto.
Antes había temido que me lo merecía. Que era tan criminal como cualquiera de los facinerosos obligados a hacerme compañía. Y esta vez prefería repetirme que me lo había buscado. Sería quizá lo mismo, pero yo lo veía diferente. Habérmelo buscado no dejaba de ser un acto caprichoso de la voluntad. Tenía lo que quería, ¿no era cierto? Y al fin quería tan poco que ya me daba igual.
No lo pensaba así, aunque hoy supongo que me estaba rindiendo. O en fin, aclimatando. Como esos reincidentes fotogénicos que inclusive sonríen a la hora de la foto. Igual que el labregón que ya con dieciocho años vuelve feliz a aquella misma escuela de la que tantas veces lo expulsaron, a cursar nuevamente el segundo año de secundaria. Si van a despreciarte porque eres lo peor, de una vez que se enteren que no tienes arreglo. Que digan ay, qué cínico, pero nunca qué hipócrita. Me lo busqué, señoras y señores. Soy mi propio gurú en las ciencias ocultas del autoperjuicio.
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