Entre 1958 y 1973, Alexander Grothendiec reinó sobre las matemáticas como un príncipe ilustrado, atrayendo a su órbita a las mejores mentes de su generación, quienes postergaron sus propias investigaciones para participar de un proyecto tan ambicioso como radical: develar las estructuras que subyacen a todos los objetos matemáticos.
Su manera de enfrentar el trabajo era excepcional. Aunque fue capaz de resolver tres de las cuatro conjeturas de Weil, los mayores enigmas matemáticos de su época, a Grothendiec no le atraían los problemas difíciles ni le interesaban los resultados finales. Su afán era alcanzar una comprensión absoluta de los fundamentos, por lo que construía complejas arquitecturas teóricas alrededor de las interrogantes más simples, rodeándolas con un ejército de nuevos conceptos. Bajo la suave y paciente presión de la razón de Grothendiec?, las soluciones parecían brotar por sí mismas, revelándose por voluntad propia, «como una nuez que se abre tras permanecer sumergida bajo el agua durante meses».
Lo suyo fue la generalización, el zoom out llevado al paroxismo.
Cualquier dilema se volvía sencillo si uno lo miraba desde la distancia su?iciente. No le interesaban los números, las curvas, las rectas ni ningún otro objeto matemático en particular: lo único que importaba era la relación entre ellos. «Tenía una sensibilidad extraordinaria a la armonía de las cosas», recuerda uno de sus discípulos, Luc Illusie. «No es solo que haya introducido nuevas técnicas y probado grandes teoremas: cambió la forma en que pensamos sobre las matemáticas.» Su obsesión fue el espacio y una de sus mayores genialidades fue expandir la noción del punto. Ante la mirada de Grothendiec?, el humilde punto dejó de ser una posición sin dimensiones para bullir con complejas estructuras internas. Donde otros veían algo sin profundidad, tamaño, anchura ni largura, Alexander vio un universo entero. Desde Euclides no se había propuesto algo tan audaz.
Durante años dedicó toda su energía a las matemáticas, doce horas al día, siete días a la semana. No leía diarios, no veía televisión ni conocía el cine. Le gustaban las mujeres feas, los departamentos derruidos, las habitaciones decrépitas. Trabajaba encerrado en una oficina fría con la pintura descascarada cayendo de las paredes, de espaldas a la única ventana, con solo cuatro objetos en toda la pieza: la máscara mortuoria de su madre, una pequeña escultura de una cabra hecha con alambre, una urna llena de aceitunas españolas y un retrato de su padre, dibujado en el campo de concentración de Le Vernet.
Benjamin Labatut
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