Con la llegada de los filósofos, Platón o Pitágoras, por ejemplo, apareció la idea del juicio a los muertos. A partir de entonces las almas tenían tres destinos posibles. La mayoría, casi todos en realidad, iban al Hades, unos pocos bendecidos a los Campos Elíseos y los verdaderamente condenados eran recluidos en el peor de los lugares posibles: el Tártaro.
Por ende, Averno y Tártaro no son sinónimos. El Averno es la entrada del Hades, el Tártaro en cambio es su cárcel más profunda.
Me permito una metáfora: La tristeza es Averno. La melancolía es Tártaro.
Nadie
pasa por la vida sin perder algo. Un sueño, la juventud, un ser
querido, un amor. De la mano de esas pérdidas llegamos a la tristeza.
Una tristeza casi siempre inevitable y a veces necesaria.
Allí se abre la puerta, no del Infierno sino del duelo, y comienza
un camino tormentoso que debe transitarse evitando caer en la celda
profunda de la melancolía. Porque a pesar del dolor, en la tristeza hay
lugar para el deseo, mientras que en la melancolía solo habita el
esplín, ese olor a muerte que invade a quien ya no siente interés por
nada.
Rolón
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