En algunos sectores del cristianismo incluso se llegó a sospechar profundamente de los libros y los textos escritos, que podían estar repletos de errores y recoger transacciones con el mundo de lo oculto. En el relato que el historiador pagano Amiano Marcelino nos dejó de las acciones de Valente, el emperador oriental del siglo IV que organizó una persecución de las prácticas paganas, leemos que «en todas las provincias orientales, los propietarios de libros, temerosos de correr un destino similar, quemaban sus bibliotecas, tan grande era el terror que se había apoderado de todos».[1143] Su editor comentaba que «Valente redujo en gran medida nuestro conocimiento de los autores antiguos y, en particular, de los filósofos». Varios observadores señalan que los libros dejaron de circular y que el estudio se convirtió cada vez más en un dominio exclusivamente eclesiástico.[1144] En Alejandría alguien advirtió que «la filosofía y la cultura viven actualmente su momento de más horrible desolación». Edward Gibbon cuenta un relato según el cual el obispo Teófilo permitió que la biblioteca de la ciudad fuera asaltada y anota que «casi veinte años después, el aspecto de los anaqueles vacíos motivaba la indignación y el pesar de todo aquel cuya mente no estuviera completamente ensombrecida por el prejuicio religioso». Basilio de Cesarea lamentaba la forma en que la discusión se había atrofiado en su ciudad natal. «Ya no celebramos reuniones ni debates ni encuentros de hombres sabios en el ágora, ya no tenemos nada de lo que en otro tiempo hizo a nuestra ciudad famosa».[1145] Charles Freeman nos dice que a finales del siglo VI, cuando Isidoro de Sevilla empezó a reunir su colección de Etimologías, un compendio de conocimientos sagrados y seculares, ya era difícil localizar los textos de autores clásicos, a pesar de que en su caso, como veremos, Isidoro contaba con una biblioteca propia. «Los autores eran», dice, «como colinas azules en el horizonte y resultaba difícil incluso ordenarlos cronológicamente».
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