Lady Mary no pensaba igual. Su posición como esposa del embajador posibilitó su amistad con algunas de las principales mujeres de la ciudad, nobles elegantes que le abrieron la puerta de sus habitaciones, sus baños, su comida, sus costumbres y sus pensamientos. Llegó a comprender que el sistema otomano — en el que las mujeres vivían en serrallos estrictamente femeninos, separadas durante los actos religiosos y a las que se les negaba participar en política — era visto por las mujeres menos como una cárcel y más como un camino hacia una clase peculiar de libertad. Sus nuevas amigas no parecían intimidadas o marginadas; eran cultas, inteligentes, parecían muy felices y estaban empoderadas de formas que nunca hubiera imaginado. Sí, una gran parte de su tiempo lo pasaban con otras mujeres, pero dentro de ese mundo eran más libres que muchas europeas, libres para poder opinar y para poderse expresar como deseasen. Eran inteligentes y estaban bien informadas. Establecían una fuerte amistad entre ellas basada en el afecto. Acabó viéndolas como expertas ejerciendo el poder de forma indirecta. Eran mujeres que llevaban vidas plenas, aunque muy diferentes a las de las modernas mujeres europeas, quienes, demasiado a menudo, pasaban su tiempo compitiendo con otras mujeres por el poder y la atención en un mundo de hombres.
Y eran libres con sus cuerpos. Se quedaron asombradas al ver la armadura que llevaba lady Mary, su pesado vestido y sus ballenas y corsés rígidos; ella, en cambio, se asombraba de su desnudez despreocupada a la hora del baño. Una de las muchas pequeñas cosas que atrajeron su atención fue que la piel de las mujeres islámicas fuera tan hermosa y careciese de marcas. ¿Dónde estaban sus cicatrices de la viruela?
Al final descubrió cuál era la razón, y, en 1717, escribió una carta sobre ello: «Voy a contarle una cosa que hará que le entren ganas de estar aquí. La viruela, tan letal y común entre nosotros, aquí es completamente inocua, por la invención de la variolación, que es como se llama lo que hacen. Hay un grupo de ancianas que se gana la vida realizando la operación, cada otoño, durante el mes de septiembre, cuando el calor ha menguado. Preguntan a la gente si algún miembro de su familia quiere pasar la viruela; hacen fiestas con ese propósito y, cuando los reúnen (habitualmente quince o dieciséis juntos), las ancianas aparecen con una cáscara de nuez llena de la materia de la mejor clase de viruela y preguntan qué vena quieres que te abran. Inmediatamente, una de ellas abre con una aguja la vena que le has ofrecido (lo que no te duele más que un arañazo común) e introduce en ella toda la materia que puede caber en la cabeza de su aguja y, después de eso, tapona la pequeña herida con un pedazo hueco de cáscara. [...] Los hijos o los pacientes jóvenes juegan juntos el resto del día y hasta el octavo día están en perfecto estado de salud. Luego la fiebre empieza a subirles y guardan cama dos días, muy pocas veces tres. Rara vez les salen veinte o treinta manchas en la cara, pero nunca les dejan marca, y en ocho días están tan bien como lo estaban antes de la enfermedad. No hay ningún ejemplo de alguien que haya muerto durante ese proceso, y créame cuando le digo que la seguridad de este experimento me parece satisfactoria...».
Esta fue una de las primeras descripciones occidentales de lo que hoy llamamos inoculación.
Thomas Hager
No hay comentarios:
Publicar un comentario