En el hospital, en Pittsburgh, me solían pedir mi opinión antes de dejar volver a casa a una persona anciana deprimida a la que le habían hecho un bypass, o que se recuperaba de una fractura de fémur. En general, yo era el último en ser consultado, y los colegas que me habían precedido ya habían prescrito una larga lista de medicamentos: antiarrítmicos, antihipertensores, antiinflamatorios, antiácidos, etc. Se esperaba que yo interpretase mi papel y que añadiese mi propio “anti”: un antidepresivo o un ansiolítico (antiansiedad)… No obstante, por lo general, la causa de la depresión estaba clara: este anciano o esa vieja dama vivían solos desde hacía años, sin salir mucho a causa de una salud frágil, sin ver tampoco a sus hijos ni nietos, que se habían trasladado a California, Boston o Nueva York, que no jugaba al bingo con sus amigos y que se dejaba marchitar viendo la televisión. ¿Por qué razón ese paciente querría ocuparse de sí mismo? Y aunque un antidepresivo le hubiese sentado bien, ¿estaba seguro de que se lo tomaría cada día? Sin duda ocurriría como con el resto de pastillas, ya difíciles de distinguir unas de otras y de ingerir como se las recetaron… Verdaderamente no tenía ningunas ganas de añadir mi granito de sal a tanta confusión.
Los medicamentos no son <<reguladores límbicos>>. Así pues, reuniendo todo el valor que podía, escribía mi recomendación en el historial médico: <<En cuanto a su depresión, lo más beneficioso para este paciente sería procurarse un perro (un perrito, claro, para minimizar los riesgos de caída). Si el paciente considera que le daría demasiado trabajo, entonces bastará con un gato, que no tiene necesidad de salir. Si eso también fuese demasiado, entonces un pájaro o un pez. Si el paciente también lo rechazase, entonces recomendaría una bonita planta de interior>>.
Al principio recibía llamadas de teléfono un tanto irritadas por parte de los internos de los servicios de cirugía ortopédica o cardiovascular: <<Le hemos consultado para que nos recomendase un antidepresivo, ¡no un parque zoológico! ¿Qué quiere que le escribamos en la receta? ¡En las farmacias no hay animales domésticos!>>. Y como a pesar de todo, mis explicaciones no parecían convencer a nadie, excepto a mí mismo, acababan por recetar ellos mismos un antidepresivo. Sin duda estaban convencidos de apoyar así la causa de la medicina moderna y científica frente al oscurantismo siempre amenazador de una medicina de <<remedios de la abuela>>…
David servan
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