El verdadero deber del filósofo que soporta en sus hombros el peso de la civilización consiste, por lo tanto, en promover la revolución con la habilidad técnica especial que sólo él domina, es decir, mediante la guerra intelectual.
Su tarea estriba en sacudir a los hombres de su indolencia y letargo, en barrer, con ayuda de sus armas críticas, las inútiles instituciones que obstruyen el progreso de modo semejante a como los filósofos franceses socavaron el anden régime no más que con el poder de las ideas. No ha de recurrirse a la violencia física o a la fuerza bruta de las masas: apelar a la multitud, que representa el nivel más bajo de la conciencia de sí mismo alcanzada por el Espíritu entre los hombres, es emplear medios irracionales que sólo pueden producir consecuencias irracionales; una revolución de ideas engendrará por sí misma una revolución en la práctica: Hinter die Abstraktion stellt sich die Praxis von selbst (Tras la teoría abstracta, la praxis se materializa por sí misma). Pero como estaba prohibida la difusión de folletos políticos, la oposición se veía reducida a abrazar métodos de ataque menos directos, y así las primeras batallas contra la ortodoxia se libraron en el terreno de la teología cristiana, cuyos profesores habían tolerado hasta entonces, y en cierto modo hasta alentado, una filosofía que se había revelado eficaz para sustentar el orden existente. En 1835 David Friedrich Strauss publicó una vida crítica de Jesús en la que el nuevo método crítico se utilizaba para mostrar que algunas partes de los Evangelios eran pura invención, al paso que consideraba que otras no representaban hechos, sino creencias semimitológicas acariciadas en las primeras comunidades cristianas, como un estadio en la evolución de la conciencia de la humanidad, y abordó todo el tema como un ejercicio de examen crítico de un texto históricamente importante, pero no merecedor de confianza. Su libro provocó una tormenta inmediata no sólo en los círculos ortodoxos, sino también entre los jóvenes hegelianos, cuyo representante más prominente, Bruno Bauer, entonces profesor de teología en la Universidad de Berlín, publicó varios ataques contra él desde el punto de vista de un ateísmo hegeliano aún más extremo, negando de plano la existencia histórica de Jesús e intentando explicar los Evangelios como obras de pura ficción, como la expresión literaria de la «ideología» dominante en su tiempo, como el punto más alto alcanzado en aquel período por el desarrollo de la Idea Absoluta. En general, las autoridades prusianas miraban con indiferencia las controversias sectarias entre los filósofos, pero en esta disputa ambos bandos parecían sustentar opiniones subversivas en lo tocante a la ortodoxia religiosa y, por lo tanto, con toda probabilidad, política. El hegelianismo, al que hasta entonces se había dejado en paz por considerársele un movimiento filosófico inofensivo y hasta leal y patriótico, fue acusado súbitamente de mostrar tendencias demagógicas. El mayor oponente de Hegel, Schelling, por entonces un piadoso y acerbo reaccionario, un viejo romántico, fue llamado a Berlín para que refutara públicamente aquellas doctrinas, pero sus conferencias no produjeron el resultado deseado. La censura se hizo más severa y los jóvenes hegelianos vinieron a hallarse en una situación en que debían optar por una capitulación total o por desplazarse aún más hacia la izquierda política de lo que la mayoría deseaba. La única liza en que la cuestión podía ser agitada eran las universidades, donde una libertad académica restringida, pero, sin embargo auténtica, continuaba sobreviviendo. La Universidad de Berlín era el asiento principal del hegelianismo, y Marx no tardó en sumergirse en el estudio de su política filosófica.
Isaíah Berlin
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