sábado, 29 de mayo de 2021

  Mientras tanto, un asombroso número de padre y madres, solteros o emparejados, se han adaptado alegremente a un atosigante modo de vida combinando de algún modo la crianza de los hijos con jornadas aún más largas en empleos cada vez más exigentes e inseguros. En vez de quejarse o rebelarse, muchos parecen tomarse la presión como una prueba de su capacidad personal para superarse constantemente, de manera muy similar a los atletas de elite. Inmersos en el modo de vida capitalista contemporáneo, los padres y madres cumplen con las expectativas sociales a las que ellos mismos se someten, mostrando buen ánimo ante la estricta reglamentación de un autoimpuesto y rígido régimen temporal, mostrándose orgullosos de soportar las penurias de una nueva clase de «ascetismo íntimo-mundano» al servicio de una carrera profesional, de los ingresos, del consumo y de la formación de capital humano. De hecho, contemplando a la idealizada familia de clase media actual, se tiene la tentación de hablar del ascenso de una nueva ética protestante que lleva a una racionalización cada vez más detallada de la vida diaria. A ello contribuyen las crecientes exigencias que plantea la educación de los hijos y que responden a la necesidad percibida por los padres de que la próxima generación adquiera tan pronto como sea posible el capital humano que los cada vez más competitivos mercados de trabajo del futuro probablemente le exijan. Mientras los hijos «de calidad» aprenden chino a los tres años en la escuela infantil, sus padres «de calidad» trabajan largas horas para poder pagar el cuidado «de calidad» de sus hijos que ellos no tienen tiempo de proporcionar y el todoterreno que necesitan para el tiempo «de calidad» que pasan con sus retoños durante sus –raros– fines de semana libres. Que la muy presionada vida familiar actual no esté libre de tensiones se muestra, entre otras cosas, por la mala conciencia que a menudo se señala en las mujeres, bien por «trabajar» y desatender a sus hijos, o bien por «no trabajar» y no poder demostrar su valor ganando dinero en el mercado. Desde luego, los gobiernos y los empleadores, así como el discurso público culturalmente hegemónico de la sociedad capitalista contemporánea, hacen lo que pueden para disuadir a las mujeres de lo primero y, donde todavía sea necesario, convencerlas de lo segundo.

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