lunes, 24 de mayo de 2021

 


Enamorarse, en lenguaje platónico, es descubrir que echamos terriblemente de menos a alguien, y que su posesión, eso creemos, nos colmaría de felicidad. ¡Menudo choque! ¡Qué trastorno! Hasta ese momento, estaba usted bien, tranquilo, tan pancho, no le faltaba de nada, tan solo algo aburrido... y, una noche, en casa de unos amigos comunes, ¡cataplum! Un flechazo devastador: se enamora de ese hombre, de esa mujer a quien, en cuanto se aleja de su lado, echa locamente de menos. Ya no soporta la idea de vivir sin él o sin ella: ¡se ha enamorado! Si es soltero, es más bien una buena noticia: su vida se vuelve más complicada, es cierto, pero también más interesante, más poética, con un toque festivo... Si está casado, es una suerte de catástrofe, y una fuente de problemas casi inagotable. En favor de la simplicidad de mi modelo, voy a suponer que es usted soltero. Pero no le puedo garantizar que esto solo les pasa a los solteros. Así pues, usted es soltero, o soltera, y acaba de enamorarse. ¿Qué hará ahora? Sin duda intentar seducir a esa persona que echa en falta. Y en ese momento pueden ocurrir dos cosas: o lo consigue o no lo consigue. Si fracasa, la falta persiste, el sufrimiento persiste, tiene la sensación de haber pasado al lado de la felicidad... Es lo que se llama el mal de amores: usted ama a alguien que no le ama. Pero ¿y si consigue seducir a esa persona? Ella también le ama; ella se entrega a usted, igual que usted se entrega a ella. Se van a vivir juntos, se casan quizás, tienen hijos... ¡Ay! De tanto estar ahí cada noche, y cada mañana, de tanto compartir su vida, y su lecho, esa persona, inevitablemente, le va a faltar cada vez menos. No es que no sea buena; es que, sencillamente, está ahí. El problema, del que toma conciencia poco a poco, es que si el deseo es falta, en tanto que esa persona le falta cada vez menos, ya que vive con usted, esto provoca que la desee cada vez menos. Es incluso sorprendente: seis meses antes, o seis años para algunos —cada uno tiene su ritmo—, la deseaba más que a todas las demás; y ahora, seis meses o seis años más tarde, le parece muchísimo más deseable cualquier chica un poco guapa y con minifalda que pasa por delante de usted en la calle, o cualquier hombre un tanto atractivo y misterioso con el que cruza la mirada. Además, si el amor es deseo, el hecho de que la desee cada vez menos implica también que la quiere cada vez menos. El tiempo ha pasado. Hace seis meses o seis años que están casados, según el caso, y una noche, o una mañana, se pregunta: «Pero, en el fondo, ¿sigo estando enamorado de ella? ¿Sigo enamorada de él?». La respuesta, por supuesto, es que no; si no, no se haría esta pregunta. Ojo: eso no significa necesariamente que ya no lo ame, o no la ame. Significa solo que ya no la ama así: ya no siente la falta (en todo caso no de esta persona en particular), ya no está con Platón, ya no está enamorado, en el sentido ordinario y más fuerte del término, el sentido que tenía cuando le dijo a su mejor amigo o amiga, seis meses o seis años antes, «Estoy enamorado». Es posible que ya no lo ame, son cosas que pasan; pero también es posible que lo quiera de otra manera —ya volveré sobre esto en la segunda parte—, que haya pasado de la falta a la alegría, del amor-pasión al amor-acción, del amor que uno sueña o que uno sufre al que hacemos o construimos. Pero no vayamos tan rápido. Lo que Platón nos ayuda a comprender, y que nos dice mucho sobre la dificultad de nuestra vida amorosa, es que la pareja solo hace feliz... ¡a un soltero! Y en este caso no le da la felicidad, porque vive solo; ni tampoco da la felicidad a las parejas, pues viven juntas, y entonces ya no se echan en falta el uno al otro. La trampa se cierra sobre sí misma. Deciden vivir juntos porque están enamorados; y entonces poco a poco dejan de estarlo, porque viven juntos. ¿Qué puede hacer? En el momento en que ya no está enamorado (en cuanto el otro haya dejado de faltarle), le queda, por decirlo en términos filosóficos, una sola opción: o bien cae de Platón a Schopenhauer, y eso duele (para aquellos que no han leído a Schopenhauer, se puede decir también que caerá de Platón a Michel Houellebecq: viene a ser lo mismo, pues este novelista es un discípulo de Schopenhauer, salvo que todavía duele más), o bien sube de Platón a Aristóteles, de Platón a Spinoza. Pero todavía no es hora de emprender esta  ascensión. Antes de que Aristóteles y Spinoza le ayuden a salvar su relación, si es que vale la pena, tomémonos el tiempo de comprender, con Platón y Schopenhauer, que de hecho existe algo que salvar, que existe, como se dice, un problema en alguna parte. Y ¿cuál es el problema? El siguiente: que no se puede echar en falta lo que se posee o, mejor dicho (pues nadie puede poseer a un ser humano), que no podemos echar de menos lo que no nos falta. Ahí es donde pasamos de Platón a Schopenhauer, de la falta al tedio.

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