miércoles, 5 de mayo de 2021


 

Es una suerte que dispongamos de libros suficientes que, leídos en voz alta o baja, se conservan. Para mí fueron ejemplares. Maestros como Melville o Döblin, pero también el alemán bíblico de Lutero, me indujeron, cuando era joven y capaz de aprender, a escribir hablando, mezclando tinta y saliva. Y así seguí. Hasta este quinto decenio de mi servidumbre literaria, soportada con gusto, mastico frases fibrosas para hacer una papilla dócil, mascullo para mí en la más hermosas soledad literaria y sólo llevo al papel lo que, pronunciado, ha encontrado sus tonos cambiantes, demostrando su resonancia y su eco.

Sí, amo mi profesión. Me proporciona una compañía que se expresa con muchas voces y quiere ser llevada lo más fielmente posible a mis manuscritos. Lo que más me gusta es encontrarme con mis libros, hace años extraviados o expropiados por el lector, cuando leo en público lo que, escrito e impreso, encontró su reposo. Entonces, frente a un público joven, destetado pronto del lenguaje, o ante un público anciano, pero no harto todavía, la palabra escrita y expresada se convierte de nuevo en palabra hablada. Y ese hechizo se produce una y otra vez. De esa forma se gana el sustento el chamán que hay en todo escritor. A él, que escribe contra el tiempo que pasa, a él, que miente reuniendo verdades durables, a él le creen su promesa tácita: continuará…

Sin embargo, ¿cómo me convertí en escritor, poeta, dibujante… todo a un tiempo, sobre un papel espantosamente blanco? ¿Qué orgullo diletante y desmesurado pudo empujar a un niño a tal extravagancia? Porque sólo tenía unos doce años cuando supe con seguridad que quería ser artista. Eso fue cuando, en nuestra casa, muy cerca del suburbio de Danzig-Langfuhrt, comenzó la Segunda Guerra Mundial. Mi especialización profesional hacia la literatura sólo se produjo en el siguiente año de guerra, cuando la revista hitleriana «¡Colabora!» hizo una oferta atractiva: convocó un concurso de narraciones. Prometía premios. E, inmediatamente, comencé a escribir mi primera novela en un diario personal. Influida por el ambiente materno de mi madre, llevaba el título de Los cachubos, pero no se desarrollaba en la actualidad otra vez dolorosa de la mínima población cachuba, sino en el siglo XIII, en la época del Interregno, una época sin emperador y espantosa, en la que los salteadores de caminos y bandoleros dominaban las carreteras y los puentes, y los campesinos sólo podían recurrir a su propia justicia, la de los tribunales de la Santa Vehma.

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