Tradicionalmente, el hombre ha venido siendo definido por los filósofos echando mano del socorrido medio del género próximo y la diferencia específica, es decir, aludiendo a nuestra condición animal y el origen de las diferencias. Desde el ‘zoón politikón’ de Aristóteles al alma razonable cartesiana, ésos han sido los señalamientos imprescindibles para distinguir entre brutos y humanos. Pues bien, por mucho que los etólogos puedan poner en tela de juicio lo que voy a mantener, no sería difícil encontrar autoridades suficientes para situar en el rasgo del lenguaje esa definitiva fuente de la naturaleza humana que nos hace ser, para bien y para mal, diferentes del resto de los animales.
Somos distintos de los animales, y desde Darwin, sabemos que procedemos de ellos. La evolución del lenguaje tiene, pues, un primordial aspecto que no podemos dejar de lado. La filogénesis de la especie humana incluye un proceso de evolución en el que los órganos que producen e identifican los sonidos y el cerebro que les presta sentido, van formándose en un lento tiempo que incluye el propio nacer de la humanidad. Ninguno de los fenómenos posteriores, desde el ‘Cantar de Mio Cid’ y ‘El Quijote’ a la teoría de los ‘quanta’, es comparable en trascendencia al que supuso el nombrar por primera vez las cosas más elementales. Sin embargo, y por razones obvias, no voy a referirme aquí a la evolución del lenguaje en ese sentido primigenio y fundamental, sino en otro, pudiera ser que más secundario y accidental, pero de importancia relativa muy superior para quienes hemos nacido en una comunidad con tradición literaria más que secular.
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