También Heinrich Heine y Robert Schumann, esos dos buenos románticos que encontré en Düsseldorf, vivieron bajo el yugo abrumador de sus propias creaciones. Los dos tuvieron que luchar absolutamente solos y sin red para superar con su siguiente obra el éxito de la anterior. Un peso demasiado grande. Una angustia casi insoportable. ¿Cómo seguir escribiendo o componiendo si se sabe que el éxito de la última obra no podrá repetirse jamás? ¿Cómo encajar uno solo esta responsabilidad? ¿Cómo enfrentarse a la vida sabiendo que tal vez tu mejor obra ya esté escrita? Pero, si con esto no hubiera suficiente, los casos de Heine y de Schumann fueron aún más dramáticos. Los dos tuvieron que enfrentarse a la angustia de SER unos genios con el sufrimiento añadido de sendas terribles enfermedades que les provocaron una muerte llena de dolor.
jueves, 13 de mayo de 2021
En su exilio en París, Heine sufrió el doble. Primero, una enfermedad espiritual y, luego, una física. Espiritualmente, sentía añoranza, expresada muchas veces, de su tierra y de sus queridas aguas del Rin. Físicamente, pasó los últimos dieciocho años de su vida en cama. Dolores insoportables le restaron movilidad hasta confinarlo a unos cuantos colchones de piel que llamaba Matratzengruft («sepulcro de colchones»). Colchones que hicieron especialmente para él, pero que no lograron aliviar su sufrimiento. Tenía una herida abierta en el cuello que no podía curarse y solo la morfina le proporcionaba un poco de descanso. Se ha discutido mucho sobre cuál fue la enfermedad que padeció: sífilis, tuberculosis, esclerosis múltiple, esclerosis lateral amiotrófica… Elucubraciones a las que la ciencia dio una respuesta cuando en 1997 se hizo un análisis de uno de sus cabellos. El diagnóstico: saturnismo. Es decir, intoxicación crónica por plomo.
Por su parte, a Robert Schumann fue el cerebro lo que nunca le dio descanso. Ya con veinte años empezó a manifestar algún tipo de desorden mental. Estados melancólicos y depresivos combinados con momentos de euforia desmedida. Durante sus últimos años de vida, coincidiendo con su llegada a Düsseldorf, estos desequilibrios se hicieron cada vez más notorios y graves. Oía voces y ruidos en su cabeza y solo las drogas fuertes, como el láudano, que le administraba su mujer Clara, lograban calmarlo. Le aconsejaron seguir un tratamiento en la nueva clínica que el psiquiatra Franz Richarz había abierto en Endenich, cerca de Bonn. Se trataba de una clínica psiquiátrica muy moderna que ofrecía tratamientos innovadores, pero Schumann siempre se negó a ir. Intuía que ir a la clínica del doctor Richarz supondría su fin. Su estado empeoró y en Rosenmontag , el día más importante del carnaval de Düsseldorf y de toda la zona del Rin, se dirigió al puente de Oberkassel, se subió a la barandilla y se tiró al río. Unos pescadores recogieron su cuerpo todavía con vida y unas comparsas lo llevaron a su casa: «Ni siquiera el Rin me quiere», respondió cuando su mujer le preguntó qué había hecho. Después de esto, Schumann finalmente ingresó de forma voluntaria en la clínica del doctor Richarz. Regularmente, recibía las visitas de su mujer Clara y de su buen amigo Johannes Brahms, pero ningún tratamiento logró curarle y al final, después de pasar dos años internado, murió el 29 de julio de 1856. Las elucubraciones sobre la enfermedad exacta que sufrió Schumann también son, como en el caso de Heine, muchas. No obstante, las más aceptada es la que afirma que padeció un tipo de síndrome bipolar con episodios esquizofrénicos.
Heinrich Heine y Robert Schumann, esos dos iconos que descubrí en mi primer viaje a Alemania, vivieron y pensaron como auténticos hombres del Romanticismo. Vivieron sus vidas como auténticos Werthers, exaltando el individualismo, los sentimientos, las emociones y las intuiciones. Pensaron que ERAN unos genios . Pensaron que eran la fuente, el origen y la esencia de toda su creación artística. Vivieron pensando que eran unos artistas creadores y que, por lo tanto, eran, de alguna manera, especiales, superiores y diferentes del resto de mortales.
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